miércoles, 30 de diciembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (IX)

Cuando se despertó Roberto tenía la impresión de que habían transcurrido días desde la última vez que sus ojos habían estado abiertos. Tenía la boca pastosa y el cuello le dolía tanto como los días en que pasaba demasiadas horas observando desde la cocina a la joven pareja con la que compartía planta y patio interior. Aún sentado en una pequeña banqueta tenía que inclinarse bastante para poder observar por la rendija que quedaba entre el alfeizar de la ventana y la persiana casi bajada. Pero era el espectáculo más íntimo y cercano que podía presenciar. Lástima que la cocina no diera en general demasiado juego.

Mientras hacía un gran esfuerzo para incorporarse, siguió pensando en Sandra y Héctor. Eran buenos chicos. En casi dos años compartiendo tabique nunca le habían causado ningún problema, y siempre eran muy amables cuando coincidían esperando el ascensor. Él más serio y silencioso. Ella casi siempre jovial y dispuesta a mantener una entusiasta y breve conversación sobre el tema más irrelevante. Un entusiasmo que parecía conservar en otras facetas de su vida y en las que él también parecía silencioso, por lo que Roberto podía deducir gracias a la baja calidad del muro que separaba sus dormitorios.

Una voz femenina, casi un susurro, devolvió a Roberto a su apartamento, sacándole de los recuerdos de su antiguo dormitorio, parte de una vida que parecía ya más sueño que realidad. Roberto, ya en pie y apoyado en la pared, aguzó el oído para intentar captar de nuevo la voz. Cuando ya pensaba que no había sido más que su imaginación una palabra volvió a sonar en la habitación. “Roberto”. Sí, ésta vez estaba seguro. Una mujer, como desde muy lejos, le llamaba. Se giró hacia la derecha, de donde parecía provenir. Y una tercera vez volvió a escucharlo. “Roberto” Era como si aquella cara deforme, esa especie de espectro con pinta de extraterrestre, dijera su nombre con voz de mujer desde lo más profundo de esa boca anormalmente abierta. ¿Pero por qué podía ver ese rostro una vez más? La habitación estaba completamente a oscuras. Hacía días que no había tenido que enfrentarse a la agobiante obra de Munch, casi desde que lo descolgara para dejarlo permanentemente en el suelo, como los otros. Pero… había luz. Sí, ya no era oscuridad total. Algo de luz se filtraba en la estancia a través del agujero que se encontraba sobre el cuadro. Entonces, una vez más, su nombre llegó a sus oídos. Sólo que esta vez con mucha más fuerza que las anteriores. La suficiente como para que Roberto entendiera que alguien le estaba llamando desde el otro lado del muro.

domingo, 27 de diciembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VIII)


Todo lo que se permitió a sí mismo como reacción a ese sonido fue girar la cabeza ligeramente hacia esa otra pared. Ni siquiera lo suficiente como para observarla de frente, sino tan solo por el rabillo del ojo mientras trataba de aguzar su oído lo más posible para interpretar los sonidos siguientes al de esa puerta. Y la verdad es que no tuvo que esforzarse mucho, ya que el silencio absoluto de su apartamento se vio de pronto alterado por el ruido de pasos (algunos inconfundiblemente de tacones), risas y conversaciones cruzadas. De pronto todo pasó a estar acompañado por una música machacona que hizo temblar el lienzo que se apoyaba en la pared. Ricardo se acercó a ella gateando y se irguió lo suficiente para poder observar por el agujero.


Acostumbrado a la oscuridad y la falta de estímulos visuales Ricardo se giró rápidamente apoyando la espalda contra la pared y cerrando los ojos con fuerza. La luz, el movimiento, el ruido… Un gran mareo invadió su cabeza. Tras respirar profundamente un par de veces volvió a abrir los ojos y, poco a poco, volvió a apoyar su frente en la pared. Lo que veía al otro lado parecía un mal anuncio de televisión, de esos hechos en España intentando ser un principio de capítulo de CSI Nueva York. En un amplio salón estrafalariamente decorado un número indeterminado de personas entraban y salían de su campo visual dándole apenas tiempo de estudiar sus rostros. Ellas, jóvenes y delgadas, se movían como sólo había visto hacer a algunas bailarinas de videoclips, sólo que menos acompasadamente y más, cómo decirlo, como putas en celo. Ellos, treintañeros de largo, parecían valorar a las descontroladas chicas con la misma atención con la que uno de ellos observaba el reloj de muñeca que otro le enseñaba. Todos llevaban trajes oscuros, alguno de ellos satinado, y el pelo aplastado por la gomina. Y cada uno de ellos sostenía en su mano derecha un vaso bajo y ancho que Roberto, instruido por cientos de tardes invertidas en salas de cine, interpretó como whisky. ¿Realmente existía esa gente? Hombres con camisas granates o moradas y corbatas de seda, que inclinaban la cabeza para ver unos milímetros de más bajo los vestidos de unas veinteañeras pasadas de vueltas. Roberto se consideraba un experto sociólogo de campo, y desde luego nunca se había encontrado con algo como eso. Claro que tal vez el metro o la calle no fueran los hábitats naturales de esos elementos.


Por un momento se encontró a gusto, en su salsa, observando a los machitos darse codazos entre sí mientras se recreaban en la piel morena de sus dudosas amigas. Observar observar era uno de los placeres favoritos de Roberto. Hay pocas cosas más entretenidas que ver pasar a una mujer atractiva por la calle y, en lugar de fijarse en ella, prestar atención a aquéllos que se cruzan con ella. Especialmente si éstos van a su vez acompañados y han de arreglárselas para hacerlo con (lamentable) disimulo. Es por ello que poder estudiar a esa panda de hienas le mantuvo distraído hasta que un potente “Aquí estoy” fue acompañado por los vítores de varios de los hombres. Un segundo antes de que la persona que había dicho esas palabras apareciera en la habitación Roberto ya sabía quién iba a cruzar esa puerta. Así mismo, la confianza con la que entró en la habitación con la bolsa de plástico en la mano derecha mientras subía el volumen de la música con el pequeño mando blanco de la mano izquierda le dieron a entender que él era el anfitrión de la fiesta. Él. Roberto Orlino, o una versión adelgazada, repeinada y morena de sí mismo. Iba acompañado de otra persona que no tardó en reconocer, a pesar de no haberle visto en años. Se trataba de Soler, un compañero de universidad con el que tuvo gran amistad durante los primeros años de carrera. Después, mientras los excesos de uno iban en aumento los del otro iban desapareciendo. Soler era de los que experimentaban, Roberto de los que observaban. Sin ninguna pelea o roce aparente la relación entre ambos se fue enfriando hasta desaparecer, aunque de una manera u otra la información sobre el triunfal hombre de negocios no dejó de llegar al aburrido oficinista.


El Roberto Orlino gordo, pálido, despeinado, sucio y desnudo sólo pudo aguantar el espectáculo durante un par de minutos más. Lo suficiente para ver cómo su alterego sacaba de una elegante caja de madera oscura varios tubitos metálicos (¿o sería plata?) que empezó a repartir entre sus amigos. Las chicas, como niños que interrumpen sus juegos en una fiesta de cumpleaños al ver aparecer los sándwiches de nocilla, habían parado de bailar, y ocupaban la primera fila ante la gran mesa de cristal en la que empezó a vaciarse el contenido de la bolsa.


Roberto, golpeado por un insoportable dolor de cabeza, fue resbalando por la pared hasta quedar tendido boca abajo sobre la moqueta, en la que se enterró parte de su boca absorbiendo la saliva que ni siquiera pensaba en tragar. Todo su cuerpo recibía aún el ritmo de la música a través de su coronilla, todavía en contacto con la pared. Sus brazos, extendidos como los de un Cristo, dejaban las sudadas palmas de las manos vueltas hacia el techo. No entendía nada. En ese momento Roberto se hizo pis.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VII)

Cuando Roberto escuchó el ruido tras la pared en la que se apoyaba la obra de Goya, de pie en el suelo como los otros dos cuadros, no podía saber que eran las tres de la mañana. Nunca había llevado reloj porque le molestaba su peso, y el móvil apagado tampoco le servía de mucho. Durante las últimas semanas había perdido la noción del tiempo. Por saber no sabía ni en qué día de la semana estaba, ya que los breves y desordenados periodos de sueño no servían para distinguir los días y las noches que transcurrían al otro lado de la persiana cerrada.

Precisamente fue de uno de esos duermevelas de los que Roberto salió de forma sobresaltada al oír el claro sonido de una puerta cerrarse en el piso de al lado. Bastantes veces había escuchado ya breves y suaves ruidos a través de cada una de las tres paredes, pero nunca tan claros y reconocibles. Se acercó casi en cuclillas, con las piernas agarrotadas, hasta el agujero, esforzándose para erguirse lo necesario para alcanzarlo. Justo en el momento de poner el ojo a escasos milímetros del punto negro un haz de luz lo atravesó haciendo que la pupila, dilatada durante cientos de horas, se contrajera dolida. Un hombre de elegante traje gris encendía la luz de un salón clásicamente amueblado mientras arrojaba su portafolios sobre una butaca de tapicería marrón clara, a juego con el sofá de tres plazas.

“¿Cariño?” Preguntó una voz de mujer a la que el hombre contestó “Sí ¿Qué tal el día?”. Esas fueron las palabras que Roberto escuchó decir al hombre mientras se quitaba la chaqueta y se giraba hacia la voz femenina lo suficiente para mostrar las tres cuartas partes de su rostro. El rostro que Roberto había visto en el espejo del cuarto de baño todos los días de su vida. Con las mejillas algo más hinchadas y el pelo un poco más corto, pero ese hombre tenía su cara. Su cara, su cabeza y, bien pensado, su voz. Esa voz que tanto había odiado las pocas veces en que le había llegado en forma de grabación. Los latidos de su propio corazón empezaron a retumbarle en la cabeza, mientras que sombras negras y puntos blancos se alternaban entorpeciéndole la vista. Cuando el hombre se sentó en el sofá para desatarse los cordones de los zapatos, su rostro, el de Roberto, el del hombre, se hizo completamente visible, y fue como mirarse en un espejo. En un espejo que le devolvía una versión distorsionada de sí mismo, pero suya al fin y al cabo.

El ruido de unos pasos rápidos le sacaron de su ensimismamiento justo antes de que un niño de unos cinco, o seis, o siete años (nunca había sabido calcular edades infantiles) entrara en ese salón gritando papá con un folio pintarrajeado en la mano. La carrera no cesó al acercarse al sofá, sino que el niño simplemente tomó impulso y se lanzó a por su versión engordada, que lo recibió con un abrazo y teatrales aspavientos de dolor. “Un día de estos vas a matar a tu padre”, es lo que Ricardo creyó entender al hombre cuyas cosquillas hacían retorcerse y reír al niño, que poco a poco se escurría del sofá hasta quedar contorsionado con la cabeza casi en el suelo de parquet.

“Ricardo, no seas burro que se va a hacer daño”. Esas fueron las palabras que anunciaron la llegada de la mujer con pantalón de chándal azul y camiseta blanca que entró descalza en la habitación con una cuchara de madera en la mano izquierda. Y entonces Ricardo no pudo evitar caer sentado en la oscuridad de su apartamento. Porque la mujer a la que todavía escuchaba pedir a su marido que se cambiara para ayudarle con la cena era Marina. La novia a la que había dejado tras tres años de relación al poco de terminar la carrera. Algo diferente, como ese otro Ricardo, pero Marina al fin y al cabo. Con unos años más, y el cuerpo ligermanete cambiado, pero sin duda la mujer de la que se había enamorado. La mujer a la que había engañado. Aquélla que le perdonó, o eso dijo aunque él nunca estuvo seguro, y a la que terminó dejando antes de que lo hiciera ella. La mujer en la que había seguido pensando durante tantos años y a la que no se había atrevido a espiar nunca, a pesar de ser aquélla de quien más quería saber.

Se quedó allí sentado, sujetando el peso de su derrotado cuerpo sobre las manos apoyadas en el suelo, a su espalda, por la que caían gotas de sudor que resbalaban hasta ser absorbidas por la sucia moqueta del suelo. Ni el paso de los minutos, ni el desaparecer de las voces vecinas o de la luz en el agujero sacaron a Roberto del estado de shock en el que se mantuvo hasta oír una puerta golpear al otro lado de la pared en la que descansaba la obra de El Bosco.

miércoles, 28 de octubre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VI)

Tres semanas después de haber observado por primera vez a través del pequeño orificio en la pared que se escondía tras la obra de El Bosco, Roberto no parecía el mismo hombre. Quien se movía desesperadamente de una pared a otra en la oscuridad de su madriguera pesaba casi doce kilos menos que el señor Orlino que atravesó aquella misma puerta con el ansia reflejada en sus facciones. Un ansia que no había dejado de crecer pero que ahora era acompañada en su rostro por la desesperación y la tristeza. Un rostro a medias cubierto por una incipiente barba y que llamaba la atención por su palidez, sólo abandonada en las grandes bolsas grises bajo los ojos.

Esos ojos no habían visto nada a través de ninguno de los tres agujeros. Nada en tres semanas. 21 días de querer y no poder. 504 horas en las que no había abandonado su universo pentagonal en ningún momento. No había vuelto a su antiguo hogar que ya ni recordaba, ni a aquella mesa compartida en la sexta planta de esa multinacional desde la que habían llamado a su móvil insistentemente durante los primeros días. Por suerte no había familiares de los que preocuparse, estos seguramente habrían persistido o, lo que es peor, podrían haber terminado encontrándole, sucio y desnudo persiguiendo sonidos de una pared a otra. Desnudo porque ni siquiera había vuelto a su antiguo apartamento para hacer la mudanza. O al menos una maleta. Y trece días con la misma ropa había sido más que suficiente.

Su único contacto con el mundo exterior desde la despedida del señor Uleb había consistido en las llamadas de móvil que realizaba a un restaurante chino con entrega a domicilio y al pequeño motorista asiático que, datáfono en mano, le pasaba las bolsas blancas a través del mínimo espacio posible entre la puerta y su marco. Bendito móvil y bendita tarjeta de crédito. Los adelantos tecnológicos que le permitían no separarse de esos absorbentes orificios ni un solo instante. Y aún así, a pesar de no encontrarse nunca a más de dos metros de ninguno de ellos, nunca había conseguido ver nada al otro lado. Nunca. Ni una sola vez.

Cada día, sin fallar uno sólo, Roberto era sorprendido por algún sonido (un golpe, un roce, un murmullo) proveniente de una de las paredes. Por supuesto siempre la opuesta a la que el ocupaba. Y por mucho que corría para alcanzarla lo antes posible, en cuanto su frente se posaba (o golpeaba, si no frenaba a tiempo) sobre el agujero, al otro lado ya no sonaba nada. Nada se observaba y nada se intuía. La oscuridad era absoluta y la quietud total. Ni el mínimo rayo de luz natural durante el día ni el más lejano resto de iluminación de una bombilla alteraban la opacidad absoluta de lo que se encontraba al otro lado.

Pero ese día, el día 22 de espera y acecho, algo cambió.

domingo, 18 de octubre de 2009

Nota

Equipaje para una semana de vacaciones en Bilbao:

Camisetas (x5)
Camisas (x2)
Calcetines (x5)
Calzoncillos (x6)
Sudadera (x1)
Jersey (x1)
Chupa de follador (x1)
Portátil (x1)
IPod con 7658 canciones (x1)
Libros (x3)
DVDs (x13)
Borradores de relatos (x3)
Fuerza de voluntad (x2)
Felicidad (x4)
Melancolía (x3)
Miedo (x2)

Y una frase de Los Piratas retumbando en la cabeza. ¿Seré como el tipo que algún día fui?

miércoles, 16 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (V)

(...)

Roberto ni siquiera se giró para ver salir a su nuevo casero. Se moría de ganas de acercarse a cualquiera de los tres cuadros y constatar lo que daba por hecho. ¿Pero por cuál empezar? ¿Uno cualquiera? Se mantuvo inmóvil en el centro de la habitación. Observando los tres lienzos desde un punto equidistante sin dejarse atraer por uno más que por otro. Acrecentando el ansia de entregarse a ellos y regodeándose en el placer que esperaba obtener de ellos. Como quien observa las agujas de un reloj avanzar durante los últimos minutos de trabajo antes de unas vacaciones. Como quien, muerto de sed, ve resbalar las gotas de agua condensada por la superficie del vaso de coca-cola helada que acaban de ponerle sobre la mesa.

Sintiéndose a gusto en el prolongado suspense, decidió estudiar los cuadros desde la distancia. Uno por uno. Con detenimiento. No es que fuera un gran entendido, pero tampoco había que serlo para reconocer esas obras.

A mano derecha, en la pared más grande de la estancia, se encontraba una reproducción en cuadro del Jardín de las delicias. Siempre se había sentido atraído por esa obra. Había tantos y tantos detalles que observar con detenimiento. Había muchas imágenes en él que no entendía, pero eso permitía observar la obra una y otra vez con diferentes interpretaciones. Desde luego no era comparable a la observación de personas de carne y hueso, pero como sustituto en dos dimensiones no estaba mal. No obstante, el fragmento derecho, el dedicado al infierno, siempre le había generado una profunda inquietud. Por eso trataba de concentrarse en la tabla central y olvidarse de ese angustioso escenario en llamas con la aberrante figura central. El tal Bosco tenía que estar realmente enfermo para verse a sí mismo de esa manera. Y más que eso, para presentarse así ante quien quisiera admirar su obra.

Desconcertado (e incómodo) ante el pensamiento de cómo alguien podía tener tan mal concepto de sí mismo, Roberto pasó a observar el cuadro situado en la pared a la izquierda de la ventana. No recordaba bien su título. Era de Goya, eso seguro, pero la mitología nunca había sido lo suyo. ¿Saturno? Sí, Saturno devorando a su hijo. Si ése no era el título era otro muy parecido. Desde luego aquí había mucho menos que observar que en las pinturas del Bosco. De hecho la oscuridad del lienzo apenas permitía ver algo más que el descuartizado torso infantil y la cara de loco de Saturno. En especial los ojos desorbitados de éste atrajeron la mirada de Roberto de forma magnética. Otro escalofría recorrió su espalda y el bello de la nuca se le erizó. La cosa tenía pinta de principio de constipado.

Disgustado ante la perspectiva de estrenar su nuevo apartamento con una convalecencia (y con el desagradable cuadro abocado a velarla) giró un poco sobre sí mismo para observar la última obra. Se encontraba en la pared más estrecha, aquélla que terminaba de darle un aspecto claustrofóbico (caleidoscópico fue el adjetivo en que le hubiera gustado pensar) a la estancia. Desde luego el conjunto artístico, unido a la austeridad mobiliaria y el oscuro y viejo papel de las paredes, no ayudaba a evitar esa sensación. Por si los dos cuadros anteriores no le hubieran generado suficiente intranquilidad el trío se completaba con El Grito. Roberto no sabía si la decoración era cosa del señor Leb o de alguno de los anteriores inquilinos. Eso sí, al responsable había que reconocerle un gran nivel de coherencia. Esa cara deforme aullando al infinito que representaba la locura y la desesperación como ninguna otra pintura, completaba un ambiente cercano a lo insoportable. Una cosa era ser morboso, algo que Roberto no tenía ningún problema en reconocer (o reconocerse a sí mismo, más bien). Pero convivir con esas imágenes en un lugar tan pequeño iba bastante más allá de lo comprensible.

Se giró hacia la puerta y con un par de pasos se colocó frente a ella. Su mano llegó incluso a posarse sobre el picaporte mientras los pensamientos golpeaban su cabeza. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había estampado su firma en aquellos papeles que le ataban a esos 30 metros cuadrados durante al menos los próximos tres meses? ¿En qué estaba pensando para no fijarse en esos cuadros, esa alfombra de colores pardos, esas pareces sucias y ese catre (siempre había tenido ganas de utilizar esa palabra con propiedad) en una esquina? Ni Barton Fink aguantaría un día en esa habitación.

Su mano derecha buscó la llave del apartamento en el bolsillo de su pantalón, pero en lugar de eso encontró la tarjeta de visita. Ubeç Leb. Y las frases del empresario volvieron se repitieron una tras otra:

“Mis apartamentos son exclusivos, únicos y perfectos.“

“Simple y llanamente ofrezco a las personas lo que más desean en su vida entre unas paredes.”

“¿Está usted seguro de que va a aprovechar las posibilidades que este apartamento le brinde?”

“Ningún inquilino ha llegado a decirme jamás que se haya arrepentido de un trato conmigo”

“En cada una de las paredes compartidas hay un gran cuadro. No creo que haga falta decir más”

Desde luego no iba a abandonar sin llegar a comprobar lo que tenía entre manos. Dejó la tarjeta en la mesita que había junto a la puerta. A su lado colocó el sombrero y la bufanda que el señor Leb ni siquiera se había molestado en recuperar. Se atusó un poco el pelo observándose en el horrible espejo de marco dorado y giró ciento ochenta grados para volver a encararse con los cuadros.

Sólo quedaba decidir por cuál empezar.

Sí. Estaba claro.

Y dio los cuatro pasos que le separaban de su primera elección.

(...)

viernes, 4 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (IV)

(...)

La voz del señor Leb devolvió a Roberto a la realidad, por denominar así a la extraña situación.

“Y actualmente los tres apartamentos están ocupados. Cada uno por unas personas muy diferentes. Pero eso es lo bueno, ¿verdad? La variedad”.

Y dicho esto solo añadió una cosa más mientras le tendía su tarjeta:

Ubeç Leb
Empresario
Tl-633226611

“En cada una de las paredes compartidas hay un gran cuadro. No creo que haga falta decir más”.

Roberto se apresuró hacía la puerta que Ubeç le señaló con un gesto un tanto afeminado que mantuvo mientras le seguía con tranquilidad. Rodeado por las otras tres puertas Roberto forcejeó con la cerradura para conseguir introducir la llave. Habría que engrasarla un poco. Una vez dentro la llave tampoco pareció moverse con comodidad e hicieron falta varios intentos para girarla. Finalmente un chasquido metálico permitió que Roberto empujara la puerta y se adentrara en una habitación en la que, a pesar de la ventana abierta de par en par, flotaba un denso olor a cerrado y a falta de limpieza.

Lo desagradable de la estancia hizo que Roberto, por un momento, saliera del ensimismamiento en el que se había sumido durante los últimos minutos y, recuperando un halo de lucidez, se planteara por un momento lo que estaba haciendo. En ese momento Ubeç pasó a su lado y llegó hasta la ventana diciendo algo así como que el cierre necesitaba una reparación. Indiferente a la mezcla de su anonadado nuevo inquilino se asomó a la calle durante unos segundos y después cerró la ventana con cuidado. Por primera vez los sutiles gestos de su rostro habían sido sustituidos por una amplia sonrisa de satisfacción. Obviamente una sonrisa provocada por un trato cerrado pensó Roberto. Obviamente.

Fue entonces cuando con ambas manos, al estilo de una azafata, el señor Leb señaló los tres cuadros. “Sé que estás hecho para este apartamento”, fueron las palabras que, acompañadas por la constatación de la existencia de los tres cuadros, hicieron que Roberto se dejase llevar de nuevo y, en apenas un par de minutos, su firma se encontrara al pie de un contrato por un valor mensual superior al de su actual piso de ochenta metros cuadrados, con ascensor y recién reformado.

“Ningún inquilino ha llegado a decirme jamás que se haya arrepentido de un trato conmigo y estoy seguro de que a ti tampoco te lo voy a oír decir” fueron las palabras de despedida de Ubeç antes de cerrar la puerta tras de sí.

(...)

jueves, 3 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (III)

(...)

El edificio en cuestión estaba a unos doscientos metros de la cafetería. Era viejo y suplicaba una reforma. Desde luego la primera impresión no invitaba al entusiasmo, pero la seguridad de Ubeç resultaba muy convincente. El interior del edificio hacía buena la fachada. Las bombillas apenas iluminaban un portal exageradamente amplio, que combinaba el mármol y la madera vieja con una pretenciosidad sorprendente. Las escaleras, única manera de alcanzar los pisos superiores, ya que por supuesto no existía ascensor, eran angostas y empinadas, con unos escalones difícilmente escalables por los presumiblemente ancianos residentes. Y lo que a Roberto realmente le llamó la atención fue que el mármol del portal diera paso a un papel rayado que cubría las paredes a modo de hotel, o más bien pensión, de película americana. No obstante, por alguna extraña razón, cuanto más decadente se presentaba el escenario, más motivado se encontraba Roberto. Ubeç había dejado de hablar en el mismo instante de atravesar la puerta forjada de la calle y tan solo le observaba, con una perenne y discreta sonrisa en los labios. Parecía dejar los acontecimientos en manos del morboso encanto del edificio.

Al llegar al tramo de escaleras que unían el cuarto y el quinto (y último) piso del edificio, Ubeç le tomó del brazo y comenzó a hablarle con voz muy baja. Roberto le escuchó ensimismado. Se volvía loco por alcanzar la puerta del que ya consideraba su nuevo apartamento, pero la mirada del señor Leb le hizo detenerse sin pensarlo un momento. La frase fue casi ofensiva: “Quiero estar seguro de que le alquilo este apartamento a alguien que se lo merezca”. Y la pregunta más: “Señor Orlino, ¿está usted seguro de que quiere ser mi nuevo inquilino y de que va a aprovechar las posibilidades que este apartamento le brinde?” Roberto no dudó un instante. Empezaba a sentirse como un niño suplicando a sus padres por un juguete nuevo, y por eso mismo, cuando Ubeç le puso una condición a cambio de la llave no pensó en negarse ni por un momento. Sólo la impaciencia podía hacer que no se plateara preguntas sobre lo extravagante de la petición. De modo que únicamente cuando el sombrero y la bufanda del Señor Leb le cubrían la cara casi por completo éste accedió a darle la llave. Era una llave grande, antigua, con espirales talladas en el mango. Se parecía a las que abrían y cerraban las puertas del armario de la casa de su abuela, donde se escondía de niño para espiar a cualquier miembro de la familia que entrara en el dormitorio.

Estaba preparado, él lo sabía y Ubeç así se lo reconoció. Y fue entonces cuando, antes de permitirle subir los últimos escalones, le explicó en detalle lo que hasta ese momento solo eran suposiciones. El apartamento tiene tan sólo 20 metros cuadrados. Ni siquiera era una vivienda en sí. Tan solo era el cuarto del servicio con aseo que formaba parte de la vivienda de trescientos veinte metros cuadrados que antiguamente ocupaba toda la última planta del edificio. Una muerte y las habituales peleas por la herencia hicieron que el piso se dividiera en tres viviendas más pequeñas, mucho más fáciles de vender en estos tiempos. La disputa familiar fue tan encarnizada y absurda que ni siquiera hubo forma de repartir equitativamente la totalidad del hogar materno, así que al final cada hijo se quedó con un piso de cien metros cuadrados, sobrando esa pequeña habitación que, curiosamente, por su situación se convirtió en el punto que unía los tres apartamentos. Como si se tratara de una de las celdas de un panal su planta era pentagonal. Una pared daba a la calle, otra al nuevo descansillo y las otras tres eran compartidas con cada una de las viviendas ajenas. El señor Leb, por aquél entonces metido al parecer en el mundo del derecho, acabó quedándose con lo que él consideró un atractivo apartamento como parte de sus emolumentos. La duración del contencioso legal, unido al poco interés por el trabajo de los tres herederos entre los que mediaba como director de un pequeño bufete, hizo que ni siquiera pudieran pagarle lo que le debían. Finalmente, poco a poco, Ubeç fue ampliando sus redes hasta hacerse con toda la planta. Fue entonces, le explicó a Roberto, cuando decidió probar suerte en el mundo de los negocios. No le costó encontrar a quien pagara una buena cantidad de millones por cada una de los tres apartamentos. Y aquellos veinte metros se convirtieron en su primer apartamento de alquiler exclusivo, como a él le gustaba denominarlos.

Roberto estaba embelesado por la historia, y solo sus ganas por escuchar más hicieron que no profundizara en una línea de pensamiento que pasó fugazmente por su cabeza. ¿Cuándo sucedería todo aquello? Todo lo que veía a su alrededor parecía no haber recibido ningún cuidado ni reforma en décadas.

(...)

martes, 1 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (II)

(...)

Roberto llegó a la cafetería quince minutos antes de la hora de la cita. No obstante en seguida supo que el corpulento hombre trajeado que revolvía ininterrumpidamente el café con la mano izquierda, se trataba del señor Leb. Esa intuición pareció mutua, ya que antes de atravesar la puerta una sonrisa un tanto excesiva acompañaba a la mirada fija que el señor Leb posó en él. Un breve escalofrío recorrió la espalda de Roberto. Sin duda su cuerpo trataba de asimilar el contraste de temperatura.

El señor Leb, de nombre Ubeç, resultó ser un amable inmigrante sirio que se dedicaba, por decirlo claramente, a la especulación inmobiliaria. Compraba viviendas considerablemente rebajadas gracias al pago en efectivo para, después, revenderlas a su precio original a quienes se veían obligados a recurrir a un préstamo. Como él mismo decía, el beneficio no era grande, pero no podía ser más sencillo. Afirmaba haber llevado a cabo numerosos trabajos, especialmente relacionados con los negocios, pero nunca haberse sentido tan a gusto como en el del mercado inmobiliario. De todas formas no parecía tener ni cincuenta años, lo que restaba bastante credibilidad a las referencias a su en teoría vasto pasado laboral.

También le explicó a Roberto cómo, para asegurar una fuente de ingresos regular al margen de sus compra-ventas, tenía una serie de apartamentos en alquiler distribuidos por la ciudad. Cada uno de ellos, le dijo, era único. Tan exclusivo que siempre encontraba al inquilino perfecto en cuanto el anterior lo abandonaba. Y dicho esto dejó unas monedas junto a la taza de té e invitó a Roberto a levantarse con uno de sus continuos gestos excesivamente teatrales.
(...)

martes, 25 de agosto de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (I)

A Roberto Orlino le gustaba mirar. Su pasatiempo favorito era salir a la calle y pasear hasta encontrar un objetivo interesante (normalmente una mujer atractiva, aunque muchas otras veces le sirviera una anciana, un pijo, un turista despistado o cualquier otro peatón que llamara su atención). En ese momento su paseo dejaba de ser un vagar aleatorio para convertirse en un seguimiento exhaustivo de la persona escogida.

¿Dónde irá? ¿En qué estará pensando? ¿Le esperará alguien en su destino o su destino será alejarse de alguien? La infinita lista de preguntas quedaba casi siempre sin respuestas contrastadas, pero eso lo disfrutaba Roberto tanto o más que el seguimiento. Así, al llegar a casa, podía imaginar las respuestas que mejor encajaran con esos personajes en los que él convertía a las personas.

Los transeúntes a los que perseguía no eran su único objetivo. En ocasiones Roberto se sentía perezoso y, para darse un homenaje, acudía a alguno de sus lugares favoritos. Aquellos lugares en los que la cantidad de víctimas y su limitada capacidad de movimiento aseguraba el éxito de la caza. El transporte público cumplía esos requisitos, y en especial el metro era una fuente ilimitada de recursos para sus maniobras de observación y elucubración. Además tenía la virtud de ofrecer la variedad del cambio perpetuo (cada parada suponía un reemplazo de al menos un cuarto de la oferta). Y por si fuera poco, en el momento en el que un objetivo le despertaba el suficiente interés, simplemente tenía que bajarse en la misma estación y continuar con el seguimiento al uso.

No obstante el lugar favorito de Roberto era, sin lugar a dudas, el aeropuerto. Era como una miniciudad repleta de personajes que componían un heterodoxo tapiz multicultural en el que elegir a un personaje como el que elige un plato en un autoservicio repleto de alimentos exóticos. Además de esa riqueza, lo que el aeropuerto ofrecía sobre cualquier otro lugar era el exhibicionismo emocional de sus habitantes. Nadie, en ningún lugar público, expresa tan abiertamente sus sentimientos como en una terminal. Abrazos, besos, llantos, discusiones… Cada persona esperando o familia despidiéndose. Cada chófer sujetando un cartel con un apellido o el joven durmiendo tras los monitores de salidas y llegadas. Cada pareja abrazada comiéndose a besos o la adolescente mordiéndose el labio inferior con lágrimas en las mejillas. La terminal era para Roberto como un centro comercial en rebajas para un comprador compulsivo.

Pero nada de esto, ni siquiera la visita mensual a Barajas, le dejaba completamente satisfecho. Entendía que tan sólo veía a las personas en su faceta pública y sabía perfectamente que todos ellos, tras los muros de su casa, cambiarían drásticamente. Se moría por tener la oportunidad de adentrarse con absoluta impunidad en la intimidad de una vivienda ajena. Y es por ello que, cuando hojeando la sección inmobiliaria de un periódico encontró un pequeñísimo anuncio que decía:

“Se alquila pequeño apartamento con perfectas vistas exteriores e interiores. Ideal para personas solitarias con ganas de vivir vidas ajenas”.
No pudo dejar de sorprenderse por las extrañas (y poco sutiles referencias) que a él le llevaron a coger el teléfono inalámbrico y marcar precipitadamente las nueve cifras que acompañaban a ese texto

(...)

viernes, 31 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (2º sueño)

El sueño del primer día no me había dejado en absoluto satisfecho. Por poco creíble, por falta de originalidad pero principalmente, muy principalmente, por ñoño. Tal vez por ello, pese a no dar más vueltas al tema durante el resto del día (al margen de los inevitables minutos de reflexión en esa generadora de grandes pensamientos que es la ducha), esa misma noche, tan pronto como me tumbé en la cama, apagué la luz y cerré los ojos, las imágenes recurrentes volvieron a mi cabeza. Los tres dedos huesudos. La bolsita de plástico transparente. El pequeño sobre. Esta vez el sueño me llevó por unos derroteros algo más prosaicos.

El pequeño sobre del señor Dato contenía el título de propiedad de las cincuenta acciones que compró en el año sesenta y cuatro con dos mil doscientas pesetas ahorradas con esfuerzo durante sus cuatro primeros años de trabajo. Exactamente cuarenta y cinco años después de aquel 14 de julio de 1964 sacó de su pequeña caja fuerte ese viejo papel que tan solo veía la luz (de una lamparita de noche, que no del sol) una vez al año, siempre en la misma fecha. Sólo que esta vez, en lugar de observarlo durante 30 minutos para después devolverlo a su hogar encerrado bajo llave, el señor dato lo dobló con mucho cuidado sobre sí mismo una, dos y tres veces. Las suficientes para hacerlo entrar en el pequeño sobre que dos semanas antes había comprado para la ocasión. Un sobre que, después, fue a parar a una bolsa de las que su mujer, Emilia, utilizaba para congelar las croquetas. Sin duda una buena manera de evitar imprevistos.

Ni Emilia, ni su madre (la de él, de la de ella ni sabía ni le importaba) ni sus dos compañeros de la oficina entendieron esa arriesgada decisión. Ese interés por adentrarse en un mundo desconocido frecuentado sólo por gente muy diferente a ellos. Gente que podía permitirse invertir cantidades de hasta 6 cifras o, por decirlo de otra manera, gente que podía permitirse utilizar la palabra invertir. No obstante Aurelio supo que esa era una gran oportunidad. Sólo tenía que ser paciente y a la larga, como la hormiga del cuento, acabaría disfrutando de los resultados mientras sus compañeros le miraban con envidia. Sus compañeros, que no eran cigarras, sino otras hormigas con tanto trabajo, esfuerzo y sacrificio como el suyo, pero con la diferencia de que, al contrario que él (y tal vez por ello más hormigas) jamás pensaron en el día siguiente al que les tocaba vivir, o en la tarea siguiente a la que tenían que realizar.

Cuando compró aquellas acciones Aurelio se dijo a sí mismo que esperaría cuarenta y cinco años antes de hacer nada con ellas. Para entonces tendría setenta años, una edad a la que ninguno de sus parientes masculinos había llegado. Pero así no sólo se aseguraría de que las acciones se revalorizaran, sino que además tendría una motivación para seguir adelante. Para levantarse día tras día, semana tras semana y año tras año. Para esforzarse, soportar las privaciones y pensar en una meta que alcanzar. En fin, para sobrevivir hasta los setenta años.

No obstante, evitando obsesionarse con el tema e intentando no construir su vida alrededor de un pedazo de papel, nunca quiso consultar la situación de la bolsa compulsivamente. Los primeros años más por imposibilidad que por voluntad, pero más tarde (siendo ya mucho más sencillo) por principio. Así, solo cada 14 de julio, después de devolver el papel a la pequeña caja fuerte y dejar ésta detrás de los 21 tomos de los Episodios Nacionales, hacía una llamada telefónica para consultar el valor de sus cincuenta acciones.

El año pasado le habían dado un buen disgusto. Por primera vez el precio de las mismas había bajado un poco en lugar de seguir subiendo, como durante los 43 años anteriores. De todas formas la cifra seguía siendo alta. Muy alta. Más alta de lo que había conseguido juntar a lo largo de su vida a pesar de mantenerse siempre en su pequeño y viejo piso de la calle del Carnero y privarse de cualquier gasto evitable. Pero las cosas iban a cambiar, al cuerno con la austeridad y el ahorro. En cuanto tuviera en sus manos el dinero iba a empezar a gastarlo como no había hecho en los setenta años anteriores. Ya era hora, y desde luego no tenía sentido seguir privándose de los pequeños o grandes placeres que el dinero puede comprar (la felicidad no se vende, pero se alquila). Y lo primero sería llevarse a Emilia de vacaciones. Pero a unas vacaciones de verdad, no al pueblo. A un crucero, como los que ella veía en algunas películas de antena tres después del cocido de los domingos. Y eso sería sólo para empezar. No sabía cuántos años les quedaban por delante, pero desde luego no los suficientes como para arrepentirse.

En todo eso iba pensando el anciano señor dato cuando aquel 14 de julio de 2009 nos cruzamos por los pasillos del metro. En lo que no pensaba era en que el último año, el 45 de su espera, había ido mucho peor que el anterior. Su decisión de no hacer la llamada telefónica anual para darse el gustazo de descubrir en persona la cantidad exacta de su pequeño tesoro (o tal vez el miedo a que éste se hubiera vuelto a reducir durante los últimos 365 días), le permitió vivir de sus muy gastadas ilusiones durante dos horas y veinte más. Los 140 minutos que tardó en descubrir (eso sí, en persona) que esa gran empresa que había crecido y crecido hasta convertirse en un monstruo multinacional cuando el empezaba ya a encoger, había sido vapuleada por la omnipresente crisis y se había declarado en quiebra técnica.

Era 14 de julio de 2009 y sus 50 acciones, sus dos mil doscientas pesetas de 1964 y sus cuarenta y cinco años de sueños valían exactamente diez euros.

miércoles, 29 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (1er sueño)

Durante esa primera noche el contenido del pequeño sobre era una breve carta, apenas una cuartilla doblada sobre sí misma en la que la ya fallecida esposa del hombre le escribía una breves y cariñosas líneas desde su pueblo. Lo curioso es que esa carta se había escrito a principios de los años cincuenta, cuando ella, apenas un año después de contraer matrimonio, tuvo que ausentarse del hogar para solucionar unos asuntos familiares relacionados con la herencia de una finca.

Bueno, en realidad que la carta se escribiera en los años cincuenta no tenía especial relevancia. Lo realmente sorprendente es que la misma no llegara a manos de su destinatario hasta más de medio siglo después, cuando su remitente había fallecido hacía ya siete años. Así el anciano, que afortunadamente había residido en la misma casa desde que abandonó la de sus padres, recibió lo que para él era una misiva de amor desde el más allá.

Después de observar el sobre cerrado durante horas hasta atreverse finalmente a abrirlo y leer las 12 líneas de su contenido una y otra vez, optó por telefonar a Correos donde le pidieron que al día siguiente acudiera a su oficina central con la carta en cuestión, bastante sorprendidos por la noticia.

Fue en su camino al centro cuando yo coincidí con él por los pasillos del metro. Al llegar a la oficina le recibieron con mucha atención, conduciéndole a un despacho en el que un hombre y una mujer (ambos bien vestidos y sin cara de haber pasado una sola hora atendiendo al público tras un mostrador) le explicaron lo sucedido, averiguado contrarreloj gracias a la eficiente organización de la entidad.

La carta en cuestión se había traspapelado en la oficina del pueblo el mismo día en que la tristemente fallecida Doña Emilia Linares la había entregado al empleado de correos. Un hombre con un expediente intachable, por cierto. No obstante y por desgracia, aquél sobre en concreto, el único de los miles que pasaron por sus manos a lo largo de 37 años de servicio, acabó por accidente tras uno de los grandes cajones metálicos del armario que se utilizaba como archivador principal. Recientemente, y con motivo de una ambiciosa reforma para equipar al pequeño pueblo con una nueva oficina al nivel de las exigencias del mundo actual, todo el antiguo y eficiente mobiliario se había eliminado. Casualmente, el armario en cuestión se había tenido que desmontar debido a su peso y tamaño y, en el proceso, un pequeño sobre intacto, aunque algo manchado de óxido, había salido a la luz. El actual responsable de la oficina, curiosamente hijo del anterior y heredero de su vocación, optó por enviar la carta por correo urgente preocupado por el que era probablemente el único envío no consumado de todos los que correspondieron a su padre. Es por ello que, tan solo un día después, el sobre y su contenido se encontraban en el buzón del portal número 5 en la calle del Carnero.

Definitivamente, una carta de amor desde el más allá.

martes, 28 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (Introducción)

Cuando esa mañana me crucé por las escaleras del metro con aquel anciano llevando un pequeño sobre dentro de una bolsita para congelar alimentos, no le di ninguna importancia. No obstante, esa misma noche me descubrí a mí mismo pensando en él. Era un pensamiento casi obsesivo que no me dejaba conciliar el sueño ya que las preguntas que se habían estado gestando en silencio durante el día me atacaron de pronto en la oscuridad de mi dormitorio. ¿Qué contendría aquel sobre? ¿Una carta? ¿A cerca de qué? ¿Recibida o a enviar? ¿Y por qué motivo ese extraño modo de transporte? Obviamente el hombre en sí jamás hubiera despertado mi interés, pero ese pedazo de papel blanco guarecido en una bolsa transparente con autocierre convirtió a un figurante cualquiera en el protagonista de mi mente. Esos tres dedos huesudos pinzando escrupulosamente la esquina de la bolsa, como si el plástico de ésta no fuera suficiente aislante entre el sobre y la piel, se presentaban en primer plano cada vez que cerraba los ojos. ¿Qué texto se merecía ser custodiado prácticamente al vacío?

Por suerte aquella noche la absurda obsesión no impidió que fuera dejándome llevar por el sueño poco a poco y, mezclando ficción y memoria, consiguiera quedarme dormido. Fue en ese periodo de duermevela en el que la primera historia del anciano de la carta al vacío empezó a tomar cuerpo. Una primera historia que creció en el mundo de los sueños y que al día siguiente recordaba tan solo a grandes rasgos. Eso sí, lo suficientemente completa para que en absoluto saciara mi curiosidad.
[...]

martes, 21 de julio de 2009

Hoy he soñado que perdía el metro

Hoy he soñado que perdía el metro. Lo oía llegar mientras bajaba por las escaleras y aceleraba el paso a pesar del pleno conocimiento de que el último escalón coincidiría con le pitido previo al cerrarse de puertas y la entrada en el andén sería el pistoletazo de salida para el tren. Como no podía ser de otra manera he tenido el tiempo incluso de ver cómo se cerraba la hilera de puertas ante mí, quedando tras ellas todas y cada una de las personas que habían llegado hasta 10 segundo antes que yo. Por supuesto nadie por detrás, todo el andén vacío para recorrerlo frustradamente esperando a que los monitores indicaran el también previsible “Próximo tren llegará en: 14 minutos”, desafiando todas las reglas horarias para esa línea y franja del día.

No sé si esa escena onírica era una pieza precedida o seguida por otros acontecimientos más acordes con lo que se espera de un sueño. Tan sólo sé que es lo único que ha permanecido en mi memoria al despertarme por la mañana y dirigirme a coger un metro que por supuesto he perdido.

Lo más preocupante no es soñar con perder el metro, es el hacerlo de forma regular. ¿Qué clase de persona tiene ese sueño recurrente? ¿Se supone que he de buscarle un significado? Creo que prefiero no hacerlo.

martes, 7 de abril de 2009

Hasta aquí Estambul.

¿Sabéis qué? Me da mucha, mucha, mucha pereza escribir más posts sobre Estambul. Y como no quiero ir dejando el blog abandonado a la espera de que un día me vuelvan a entrar las ganas, me parece que voy a dar carpetazo el tema y a otra cosa.

La verdad es que todavía me quedaban bastantes historias que contar, como la de los gatos hipersociables que abarrotan sus calles (incluso en el interior de los monumentos) y vienen corriendo a que les acaricies en cuanto les haces un poco de caso. O la del día que utilicé seis medios de transporte diferentes en un solo día (autobús, taxi, metro, tranvía, funicular y ferry). También me quedo sin hablar sobre el Bósforo y sus orillas europea y latina. Así como de los restaurantes con Kebab que sabe a a cordero del bueno, los puestecillos con bocadillo de pescado o los tés turcos (çai) y cachimbas (nergile) de los bares. Tampoco dedicaré mi tiempo a hablar sobre el frío y la lluvia que nos amargó un poco el viaje pero que evitó que nos chupáramos unas previsibles colas interminables en los palacios de los sultanes (tanto el antiguo Topkapi como el moderno Dolmabahçe). O de las vistas panorámicas de 360º que la torre Galata ofrece para hacerse a la idea del gigantesco tamaño de una ciudad de 12 ó 13 millones de habitantes (depende de la fuente). Me fastidia un poco no profundizar en el mundo de los bazares turcos: el de las especias, el Gran Bazar o los numerosos bazares callejeros, menos turísticos pero más auténticos (y baratos).


En resumen, que para ahorrarme todo esto me limitaré al extremadamente largo párrafo anterior y a una serie de fotos que comparto a continuación. Y todo esto porque esta noche me voy de vacaciones de Semana Santa a Santiago y, como decía antes, me da mucha pereza forzarme a seguir escribiendo sobre este pasado viaje.


En ocasiones hay que hacer caso de ciertas citas célebres, sobre todo si son tan agradables de poner en práctica:

“Además del noble arte de hacer cosas, está el noble arte de dejar cosas sin hacer. La sabiduría consiste en la eliminación de lo superfluo” (Ling Yutang)

Y ahora las fotos:

Salida en turco se dice Giris, lo que da pie a muchos carteles cómicos en los lugares de interés.

Gato en el interior de Santa Sofía.

La cisterna de Yerebatan. Probablemente el lugar a visitar más original de la ciudad.

Vistas del Bósforo y la Mexquita Yeni desde el puente Gálata.

Vistas desde la torre Galata.
Otra panorámica desde la torre Galata.
Un puesto cualquiera del bazar de las espacias. Todo colorido y olor.

Vistas de la ciudad desde el ferry, camino a Asia.

Gaviotas persiguiendo el ferry.

Nergile y çai. Hay que aclimatarse a las costumbres del país visitado.

jueves, 2 de abril de 2009

Estambul, la ciudad de las mezquitas.

Si bien es cierto que ayer comenté los muchos pasos que el temerario Ataturk dio en dirección contraria al islamismo intentando alejar a su país de éste en la medida de lo posible, es obvio que no se puede cambiar la fe a toda una población de un día para otro. De hecho ni siquiera de una generación a otra. Es por ello que la mayoría de la población turca se declare musulmana, aunque beban alcohol regularmente y no abandonen sus actividades para atender a la llamada de los minaretes.

Es precisamente de eso de lo que quiero hablar hoy. De los minaretes de Estambul o, para ser más concreto, de las mezquitas o “camii” a las que pertenecen. Como decía antes no se puede cambiar la fe de un pueblo de la noche a la mañana, y obviamente tampoco su legado de siglos (a no ser que te líes con la dinamita a tirar abajo construcciones). Digo esto porque la “pequeña” ciudad de Estambul tiene la nada desdeñable cifra de 3000 mezquitas. Sí, 3000. Sinceramente no sé cuántas iglesias podrá haber en Madrid (según la única referencia que he encontrado en Internet hay 525 en toda la comunidad), pero a mí me parece una barbaridad. Y de hecho, estando allí, eras consciente de que esa cantidad tenía que ser cierta. ¿Por qué? Porque mires a donde mires te encuentras una y, como gires 360 grados fijo que te encuentras un par más. De hecho cada foto panorámica que me he traído está salpicada de ellas. Además es lo que tienen los minaretes, que se ven mucho. Mirad esta foto por ejemplo. Así a bote pronto yo he localizado 15 mezquitas que he marcado con círculos rojos, pero seguro que se me pasan por alto muchas más.



Y claro, otro detalle que caracteriza a estas construcciones es que parece que las han hecho con un molde. Pueden ser más grandes o más pequeñas, algo más o algo menos lujosas, y dependiendo de la época pueden tener diferencias arquitectónicas tan destacadas como la diferente anchura de sus minaretes. Y esto no cambia en cuanto al interior, que es también un calco en cualquiera de ellas (una vez más con la única diferencia del tamaño y el lujo).

Con esto quiero decir que es bastante impactante ver la primera mezquita (sobre todo si empiezas por alguna de las más grandes), pero que cuando llevas tres o cuatro empieza a hacerse un tanto monótono. Sobre todo si hace un frío increíble está lloviendo y descalzarte en la entrada no te hace ni puñetera gracia.

Pero vamos, que hay que reconocer que el paisaje de la ciudad salpicado de minaretes y cúpulas es una gozada. Y que cuando entras en la Mezquita Azul (Sultanahmed Camii) se te queda cara de tonto.

Aquí la tenéis por fuera de día y de noche así como un par de imágenes de su interior.







Por supuesto no hay que olvidarse de Santa Sofía, que es sencillamente espectacular. Claro que como el bueno de Ataturk acabó con la religiosidad de un edificio que había sido iglesia durante 9 siglos y como mezquita durante 5. En plan salomónico optó por convertirla en un museo (por llamarlo de alguna manera, ya que no expone nada) para fomentar el turismo.

Como tipo afortunado que soy, y no conforme con el habitual maleficio del mal tiempo, esta vez añadí la maldición de las obras. Y es que resulta que Estambul será la capital Europea de la cultura en 2010. ¿Y eso que implica? Pues que la mitad de los lugares de interés estaban en obras. Así que tocó ver santa Sofía, sin duda uno de los monumentos más interesantes del mundo, con unos andamios gigantescos plantados en mitad de la nave y que impedían la vista total de la misma desde ningún ángulo.

En fin, aquí algunas fotos de Santa Sofía.





Y para no quedarme solamente en estas dos aquí va otro par de ellas.

Mezquita de Suleiman (Süleymaniye Camii). En uno de los puntos más altos del centro de la ciudad. Considerada por el gremio arquitectónico como la mezquita más grandiosa de Estambul (Santa Sofía cuenta ya como museo y la Mezquita Azul, pese a tener mayor superficie total, tiene una cúpula más pequeña, que al parecer es lo más importante). Si Santa Sofía tenía los andamios por dentro, ésta los tenía por fuera y no se podía ni visitar. Os tendréis que conformar con esta foto del atardecer en Estambul con el perfil de la mezquita a la izquierda.



Mezquita Nueva (Yeni Camii). Algo más pequeña que las anteriores, pero aun así de gran tamaño y belleza. A decir verdad es una copia algo reducida de la Mezquita Azul. Su punto fuerte es que está justo a la orilla del Bósforo y por la noche, como podéis ver, es todo un espectáculo con esa ilumincación.


miércoles, 1 de abril de 2009

Estambul (yo estuve allí antes que la selección)

Aprovechando que la selección juega hoy un partido en Estambul aprovecho para hacer algo que tenía ya pendiente desde hace unos días. Como algunos ya sabéis hace un par de semanas estuve una semana de vacaciones en esa ciudad y, como hice en su día tras visitar Polonia, me dispongo a compartir con vosotros algunas palabras e imágenes de mi viaje.


Ante todo, y aprovechando que menciono mi anterior excursión Europea, he de decir que el viaje a Turquía ha estado muy bien, pero sintiéndolo mucho no puedo situarlo al nivel de mi experiencia en Varsovia y Cracovia. Su (no)capital es una espectacularmente gigantesca ciudad digna de visitar. La historia del país, su cultura, el contraste, su gente, su comida, su paisaje... hay muchas cosas por las que vale la pena visitar esa frontera euro-asiática. Pero hay algo que la historia de Polonia consiguió y la belleza de Estambul no ha sido capaz de igualar: los sentimientos que despertó en mí. Pero bueno, como ya hablé bastante sobre aquel viaje ahora toca hacerlo sobre éste más reciente. Sinceramente no sé cuántos posts ni de qué longitud dará como resultado esta experiencia, sólo espero no aburriros demasiado.


Por lo pronto sirvan estos párrafos como introducción, a la que acompañaré con la típica foto con bandera que me hago en todos los viajes. Esta vez han sido dos; me quedo con la de la bandera más pequeña, pro aquello de no parecer tan obsesionado, tomada en el ferry que me llevaba desde Europa hasta Asia a través del Bósforo.






Y para terminar este primer post quiero compartir una breve semblanza de Mustafa Kemal más conocido como Ataturk (padre de los turcos).

El hombre en cuestión es el fundador de la república de Turquía y es considerado todo un héroe en su país, cuya gente roza lo enfermizo en cuanto a su recuerdo (se le puede encontrar en monedas, billetes, fotos y cuadros en los edificios oficiales, tiendas y viviendas, etc. por no mencionar el escandaloso mausoleo de Ankara en donde descansan sus restos).

No obstante cuando uno conoce las reformas llevadas a cabo por este héroe de guerra en la hasta entonces inexistente Turquía no puede evitar entender la veneración que le profesan los turcos. Así como el par de... narices que el tipo tuvo par hacerlo (lo de cómo fue capaz es conseguirlo es otra historia, no tan pública y que para los malpensados como yo no deja de tener un componente turbio).

Como decía antes ésta quiere ser una breve y extremadamente simplificada semblanza, así que me quedaré con lo más impactante, los cambios que este militar y primer presidente del país instauró en los 15 años que duró su mandato.

Para ponerse en situación bata con decir que cuando Ataturk comenzó a tomar el mando del país este ni siquiera era tal, sino parte del Imperio Otomano recientemente aplastado por los aliados en la Primera Guerra Mundial. Por supuesto el Imperio, bajo el control absoluto del Sultán, era musulmán a ultranza, con todo lo que ello implica. Eso sí, por aquel entonces (1919) poco quedaba de Imperio, ya que su territorio había sido repartido entre griegos, rusos y franceses. Mustafa Kemal consiguió rodearse en Ankara (desde entonces capital) de fieles a su causa y, en apenas cuatro años, arrasar el ejército griego haciéndoles huir, firmar acuerdos con franceses y rusos para que abandonaran el país y derrocar al Sultán de Estambul. Ahí es nada.


Cimentado su reconocimiento en estos logros (básicamente crear un país cuando todo el mundo lo daba por borrado del mapa) Ataturk se lanzó entonces a la construcción de su sueño: una república democrática nacionalista turca con una identidad propia, secular y europeizada. Lo de democrática no le salió tan bien (se mantuvo en la presidencia hasta su muerte sin que se llevaran a cabo ningunas elecciones. Pero hay que reconocerle todos los demás cambios, que no tienen desperdicios. Aquí una lista de los principales:


•Cierre de las escuelas religiosas y abolición de la shari‘a (ley religiosa) (1924).
•Adopción de una Constitución, el 20 de abril de 1924.
•Prohíbe el fez el 25 de noviembre de 1925, y el velo. Introduce la vestimenta occidental.
•Adopta el calendario occidental (calendario gregoriano) (1925).
•Se introduce un nuevo Código Civil basado en el suizo; este código terminó con la poligamia y el divorcio por repudio, introduciendo el matrimonio civil (1926).
•Elabora el primer censo de población (1927).
•Se sustituye el alfabeto árabe por el latino (24 de mayo de 1928)
•Se declara la laicidad del Estado (10 de abril de 1928).
•La llamada a la oración y las recitaciones públicas del Corán deberán hacerse en turco en vez de en árabe (1933).
•Se concede el derecho de voto a las mujeres y el derecho a ser votadas, pudiendo optar a puestos de trabajo oficiales (1934).
•Se introdujeron los apellidos en sustitución del nombre único de tradición árabe (1934).
•Se proclamó el domingo como día de descanso (1935).


A lo mejor es que yo me dejo llevar un poco, pero a mí me parece sencillamente espectacular. Cosas como sustituir el alfabeto árabe por el latino o cargarse de un plumazo todo lo relacionado con lo musulmán (y sobrevivir a ello) me alucinan.


En fin, que aquí os dejo con una foto del hombre en cuestión (obviamente ésta la he sacado de internet). Probablemente diga una barbaridad por opinar a la ligera, pero no puedo evitar verle como un dictador militar. ¿La diferencia con muchos otros todos ellos despreciables? Básicamente dos: sus decisiones fueron acertadas y murió lo suficientemente pronto como para no echar raíces en su poltrona y empezar a liarla.


jueves, 12 de marzo de 2009

Por una cabeza

Tranquilos, no es que vaya a seguir con el tema de ayer. Dejemos a Mike el pollo asombroso tranquilo.

Simplemente quiero utilizar este post para homenajear y agradecer a todos los visitantes que han entrado en esta página desde la Argentina, que con 62 entradas se sitúa en el tercer puesto del ranking de naciones interesadas en Wishmaster's Trash Can. Sólo espero que no se trate de 62 errores en google y al menos un par de ellas hayan sido visitas intencionadas.

Como mucha gente de mi entorno sabe, Argentina me despierta una gran simpatía. Es un viaje que tengo pendiente (la Pampa, la Patagonia, Buenos Aires, etc.) y que espero realizar tarde o temprano. Mientras tanto me conformo con admirar a muchos de sus habitantes en diversas disciplinas:

Cine: Aristarain, Darín, Campanella, Alterio, Luppi, etc.
Literatura: Cortázar, Benedetti (no siempre), etc.
Fútbol: Batistuta, Aimar, Messi, etc. (omito a Di Stefano por no haberle visto en activo y a Maradona por haberle pillado en plena decadencia)
Música: Calamaro, Gardel (¿Uruguayo, francés? No me meto en controversias) y en general cualquier tango clásico; Volver, Sus ojos se cerraron, Cambalache, Mi Buenos Aires querido... pero, por encima de todos, Por una cabeza.

Y eso sin mencionar la carne argentina, y no me refiero a las minas (que también, pero estaría muy feo), sino al bife y al churrasco. Desde luego otra razón para cruzar el charco.

En fin, que un sincero saludo de bienvenida a todo aquel argentino que tenga a bien asomar por aquí.


Carlos Gardel - Por Una Cabeza - Funny bloopers are a click away

miércoles, 11 de marzo de 2009

Como pollo sin cabeza

Como pollo sin cabeza. Todos conocemos esta expresión y todos sabemos también de dónde viene. Es más que sabido que un gallo o una gallina, una vez decapitado, sigue vivo durante unos segundos y muchas veces se pasea un poco antes de morir.

Ahora bien, lo que yo desconocía era la historia de Mike el asombroso gallo sin cabeza. Y para aquellos que compartan conmigo esta desinformación aquí va una breve explicación sobre este famoso gallo americano de los años 40.

Resulta que el señor Olsen (Lloyd, para ser más concretos) recibió el encargo de su mujer (la señora Olsen, más conocida como Clara) de sacrificar a un gallo para la cena de la noche del 10 de septiembre de 1945, ya que esperaba la visita de su madre. Lloyd, como había hecho tantas otras veces, entró en el corral que había detrás de la casa y eligió un gallo cualquiera de los que andaban por allí. Por aquél entonces se trataba de un gallo anónimo, lo de la fama y el nombre le llegó más adelante.

El buen hombre sabía que a su suegra le gustaba especialmente comerse el cuello de los gallos (para gustos los colores), así que en un esforzado ejercicio para satisfacerla trató de apurar al máximo el corte de manera que la madre de su esposa tuviera la ración de cuello más generosa posible. El problema es que apuró tanto que decapitó a Mike algún centímetro por encima de la nuca (si es que se puede utilizar esa palabra hablando de un animal). El caso es que el gallo no solo continuó vivito y coleando durante unos segundos, sino que después de aletear un rato se tranquilizó y siguió paseando por el corral. El señor Olsen, impresionado, decidió dejarlo estar y eligió a otra víctima para la cena.

No obstante la verdadera sorpresa llegó a la mañana siguiente, cuando Lloyd volvió al corral, localizó al gallo decapitado y, creyéndolo muerto, se acercó a él. Nada más lejos de la realidad. Mike estaba echando un sueñecito (junto a su cabeza, para más cachondeo) y al ser despertado por su dueño volvió a pasearse por el corral como un gallo cualquiera.

El granjero decidió entonces que un animal con tantas ganas de vivir bien merecía un ayudita, así que se las ingenió para poder alimentarlo y darle de beber con un dispensador de gotas. Al poco tiempo decidió acercarse con Mike hasta la Universidad de Utah con el objetivo de encontrar una explicación para ese suceso paranormal que empezaba a convertirse en el día a día de su familia. Los científicos, sumamente reacios en un principio, dieron finalmente con una explicación. El corte de Lloyd había sido lo suficientemente apurado como para mantener junto al cuerpo un pequeño fragmento de cabeza que contenía gran parte de la raíz encefálica, responsable de la mayoría de los actos reflejos del gallo (respiración, sistema nervioso, etc.). Así mismo Mike tubo la suerte de que un coágulo en su yugular seccionada le evitara morir desangrado.

La familia Olsen, consciente de lo que tenía entre manos, decició entonces empezar a sacar provecho de su nueva mascota decapitada, empezando a exhibirla en su Colorado natal para más tarde comenzar una gira por todo el país.

Mike, el asombroso gallo sin cabeza, murió asfixiado (Lloyd no encontró el dispensador de gotas a tiempo para limpiar su esófago abierto) en un motel del desierto de Arizona el mes de marzo de 1946. Había vivido 18 meses sin cabeza.

Y para quien quiera conocer a Mike un poco mejor aquí tenéis unas fotos. Claro que también podéis visitar su página web http://www.miketheheadlesschicken.org/index.php e incluso pasar a formar parte de su club de fans MikesFanClub@miketheheadlesschicken.org.









lunes, 9 de marzo de 2009

Halleluyah

Y para regresar de mi retiro vírico he decidido compartir un documento imprescindible que tarde o temprano estaba claro que iba a aparecer por aquí.

Pocas veces me siento capaz de describir una película, novela o canción (como es el caso) con un solo adjetivo, pero en esta ocasión me resulta insultantemente sencillo: SOBRECOGEDORA.



Y para quien quiera algunos datos más aquí van por cortesía de wikipedia (perdón por la parte en inglés, pero paso de traducirla que es muy larga).

Sobre el artista:

Jeff Buckley - Nacido en Los Ángeles, California, Jeff Buckley fue el único hijo de Mary Guibert y Tim Buckley. Su padre era compositor y publicó una serie de discos de folk y jazz muy aclamados a finales de los 60 y principios de los 70, hasta su inoportuna muerte en 1975. Su madre era de ascendencia panameña, y su padre provenía de una familia de emigrantes irlandeses de Cork. Buckley se crió con su madre y su padrastro, Ron Moorhead, en el sur de California, moviéndose continuamente por el condado de Orange. También tenía un hermanastro, Corey Moorhead. Durante su infancia fue conocido como Scott "Scottie" Moorhead pero cuando tenía aproximadamente 10 años decidió tomar su nombre de nacimiento tras conocer a su padre (a quien no volvió a ver), aunque para su familia siguió llamándose Scottie.
A los 18 años se trasladó a Los Ángeles, donde se graduó en el curso de dos años del Musician's Institute. Buckley siempre se refirió a su paso por éste centro como una "pérdida de tiempo", aunque hizo amigos de por vida allí. Su bagaje musical se reflejó en aquellas bandas en las que participó antes de iniciar su carrera en solitario. En Los Ángeles formó parte de la banda de reggae Shinehead, así como en otras bandas en las que normalmente se limitaba a tocar la guitarra. Todavía tenía que descubrir su espléndida voz, incluso sus propios compañeros de grupo.
Buckley se trasladó a Nueva York en 1990. Su debut en público como cantante fue una actuación en 1991 un tributo a su padreen la iglesia de St. Ann de Nueva York. No se le pagó como intérprete. Simplemente eligió mostrar sus respetos a su padre diciendo: "Esto no es un trampolín, esto es algo muy personal". Interpretó "I Never Asked To Be Your Mountain" con Gary Lucas acompañándole a la guitarra, y cantó una versión a capella de "Once I Was", que dejó al auditorio en completo silencio. Cuando se le preguntó por este concierto en particular, Buckley contestó que "no era mi trabajo, no era mi vida. Pero me sentía mal por no haber estado presente en su funeral (de su padre), de que nunca tuve la oportunidad de decirle nada. Aproveché ese concierto para mostrarle mis últimos respetos".
Buckley se convirtió pronto en intérprete solista habitual en el café Sin-é de Greenwich Village, donde atrajo la atención de los ejecutivos de Columbia Records. En 1993 Columbia publicó un EP de cuatro temas grabados en el café Sin-é.
Grace:
Buckley tocó con el guitarrista experimental Gary Lucas y su banda Gods and Monsters. En 1994, Buckley publicó su disco debut Grace, compuesto por diez canciones. Las ventas progresaban lentamente, pero el álbum enseguida recibió las alabanzas de la crítica y el aprecio de otros músicos Muchos consideran su versión del Halleluyah de Leonard Cohen como la grabación definitiva de dicha canción y probablemente sea la más conocida de Buckley.
El intento de Buckley de preservar su integridad artística y creativa frente a las exigencias intolerables de la industria discográfica le llevó a una situación insoportable. Tras la publicación de su primer y aclamado disco, Buckley pasó más de dos años de gira por todo el mundo. Parecía ser una forma agotadora pero eficaz de mantener la independencia de su compañía discográfica, con la que mantenía una relación bastante tensa. En 1995 Buckley realizó un concierto en el Olympia de París que él consideró el mejor de toda su carrera.
También realizó una gira conocida como "phantom solo tour". La inició en diciembre de 1996 utilizando diversos seudónimos como Father Demo, Topless America, Smackcrobiotic, The Halfspeeds, Crackrobats, y Martha and the Nicotines. Como justificación a tan misteriosa gira, Buckley publicó una nota en internet argumentando que había perdido el anonimato de tocar en pequeños locales y cafés:
Hubo una época en mi vida no hace mucho tiempo en la que podía llegar a un café y simplemente hacer lo que quería, tocar música, aprender tocando, explorar lo que ello significa para mí, esto es, divertirme cuando aburro y/o entretengo a una audiencia que no me conoce o que no sabe a qué me dedico. En esta situación me puedo permitir el precioso e irremplazable lujo de equivocarme, de arriesgarme, de rendirme. He trabajado muy duro para conseguir todo esto, este entorno donde trabajar. Lo amaba y ahora que lo he perdido lo echo de menos. Lo único que estoy haciendo es reclamarlo.
Muerte: Hay muchas teorías sobre la muerte de Jeff Buckley. La historia más aceptada sobre su muerte es la que se muestra en el documental que emitió la BBC hace unos años. Es cierto que se ahogó en el río Wolf, en Memphis (Tennessee) el 29 de mayo de 1997 a la edad de 30 años, la tarde en que su banda había llegado a Memphis para comenzar la grabación de su segundo disco, que iba a llamarse My Sweetheart the Drunk. Aquel día estaba en la orilla del río Wolf con un amigo, escuchando Whole Lotta Love, de Led Zeppelin, cuando de repente, Jeff se levantó y se fue metiendo en el agua totalmente vestido. Mientras Buckley nadaba, su amigo giró para subir el volumen y cuando volvió Jeff había desaparecido. Su cuerpo fue encontrado desnudo cinco días después al final de Beale Street, la legendaria cuna del blues; pudo ser identificado por el característico piercing que llevaba en el ombligo.
También se ha especulado sobre la posibilidad de que Buckley se hubiese suicidado. La biografía escrita sobre él y su padre, Deam Brother, revela que la noche anterior a su muerte Jeff supuestamente había confesado a varios de sus seres queridos que padecía un desorden bipolar
r. Hay mucha controversia sobre si su muerte fue o no un accidente.

Sobre el tema:

Hallelujah - "Hallelujah" is a song written by Canadian singer-songwriter Leonard Cohen originally released on his 1984 studio album Various Positions. A significantly changed live recording of the song from 1988 was released on the 1994 album, Cohen Live, but neither version achieved wide success outside of Cohen's fans.
First covered by John Cale in 1991, Hallelujah has since been recorded over 180 times by different artists, been the subject of a BBC radio documentary and been featured in the soundtracks of numerous movies and television shows. In the UK, the two most commercially successful covers have been by Jeff Buckley and Alexandra Burke, whose versions occupied the top two spots of the pop charts in December 2008. The late American singer-songwriter Jeff Buckley, inspired by Cale's earlier cover version, recorded one of the best-known cover versions of "Hallelujah" for his 1994 studio album, Grace. Buckley, not wholly satisfied with any one take, recorded more than twenty takes, three of which producer Andy Wallace took and mixed to create a single track. In 2004, Jeff Buckley's version was ranked #259 on Rolling Stone's "The 500 Greatest Songs of All Time". In September 2007, a poll of fifty songwriters conducted by Q Magazine listed "Hallelujah" among the all-time "Top 10 Greatest Tracks" with John Legend calling Buckley's version "as near perfect as you can get". Buckley's first #1 came posthumously in March 2008 when "Hallelujah" topped Billboard's Hot Digital Songs following a performance of the song by Jason Castro on American Idol.
This Cover Version was part of the Lord of War Soundtrack of the year 2004.
In 2008 Buckley's cover of the song peaked at number 2 in the Christmas edition of the UK Singles Chart, the first time the song had appeared in the UK top 40, following a campaign to raise it higher in the chart than Alexandra Burke's version (also released by Sony).

Y por último, aun sabiendo que hago un flaco favor a uno de mis favoritos, no puedo evitar compartir esto con algunos visitantes que sé que lo agradecerán.



En efecto, hay ocasiones en las que las comparaciones son odiosas.

Y no quiero terminar este post sin agradecer a Leonard Cohen, al que admiro considerablemente , el haber creado este tema que tal vez él no consiguió interpretar al nivel que merecía, pero que sin su talento como compositor jamás hubiera existido.

lunes, 23 de febrero de 2009

Post-Oscar 2009

Pues nada, como viene siendo habitual los últimos años (básicamente desde que empecé a tener una vida ordenada), no me he enterado de los oscarizados hasta consultarlo por internet en la oficina. ¿Dónde quedaron esas noches de soledad en vela, con mis quinielas impresas bolígrafo en mano? Supongo que en donde deben estar, bien guardaditas en el recuerdo junto con otras muchas cosas absurdas del pasado.

En fin, que tal vez debería haberme animado a entrar en alguna porra de las de pasta, porque cuando he empezado a ver la lista de premiados la cosa pintaba bien. Película: correcto; director; correcto; actor: correcto; actriz: correcto; actor de reparto: correcto; actriz de reparto: correcto; guión: cagada (¿ro yo no sabía de esto?; guión adaptado: cagada (va a ser que al ser menos mediáticos son menos previsibles); película de animación: correcto; película en lengua extranjera: cagada (va a ser por la mala fama que ha cogido Israel últimamente).

En resumen, tampoco ha sido brillante, pero una vez más se demuestra que no haber visto una sola de las películas premiadas y, todo hay que decirlo, prácticamente ninguna de las nominadas, no es óbice para obtener un digno rendimiento como pitoniso. Es lo que tiene el pervertido engranaje de Hollywood.

A todo esto, no quiero despedirme hoy sin compartir un fragmento del libro que estos últimos días me está acompañando en el metro:

"Las buenas acciones siempre me producen un raro bienestar. Por eso hago pocas: porque el bienestar es raro y me quita de escribir. Cuando soy feliz, odio escribir, que es lo que más me gusta. Se ve que no es posible ser feliz y hacer lo que a uno le gusta al mismo tiempo. Ésta es una contradicción que la filosofía no ha estudiado suficientemente. No sé quién decía que la gente suele triunfar en lo segundo para lo que está más capacitada porque para triunfar en lo primero hay que alcanzar niveles de desgracia verdaderamente insuperables."
(Juan José Millás, Los objetos nos llaman)

viernes, 20 de febrero de 2009

Oscar 2009

De forma sorprendente, al ser la tercera ocasión en un solo día, vuelvo a entrar en el blog para compartir algo con quien pueda pasar por aquí. Esta vez, como no podía ser de otra manera, se trata de los Oscar. Dado mi egocentrismo me veo en la necesidad de compartir mi pronóstico personal para los Oscar, algo que viene de lejos, desde las porras que organizaba en la universidad. Así que nada, ahí va la lista de candidatos (meramente informativa y de probable interés para el visitante de este blog) acompañada de mis apuestas destacadas en negrita (meramente narcisista y de escaso interés para el visitante de este blog). Obviamente dejo de lado las categorías consideradas “menores” o “técnicas” y, por supuesto, animo a cualquiera a contradecirme y lanzar sus propias apuestas en los comentarios. Vamos, animaos, es gratis y casi nadie va a leer lo que digáis, así que el riesgo es mínimo.

MEJOR PELÍCULA:
Frost/Nixon
Mi nombre es Harvey Milk
Slumdog Millionaire
El curioso caso de Benjamin Button
El lector

MEJOR ACTOR:
Richard Jenkins por The Visitor
Frank Langella por Frost/Nixon
Sean Penn por Mi nombre es Harvey Milk
Brad Pitt por El curioso caso de Benjamin Button
Mickey Rourke por The Wrestler

MEJOR ACTRIZ:
Anne Hathaway por La boda de Rachel
Angelina Jolie por El intercambio
Melissa Leo por Frozen River
Meryl Streep por La duda
Kate Winslet por El lector

MEJOR DIRECTOR:
David Fincher por El curioso caso de Benjamin Button
Ron Howard por Frost/Nixon
Gus Van Sant por Mi nombre es Harvey Milk
Stephen Daldry por El lector
Danny Boyle por Slumdog Millionaire

MEJOR ACTOR DE REPARTO:
Josh Brolin por Mi nombre es Harvey Milk
Robert Downey Jr. por Tropic Thunder
Philip Seymour Hoffman por La duda
Heath Ledger por El caballero oscuro
Michael Shannon por Revolutionary Road

MEJOR ACTRIZ DE REPARTO:
Amy Adams por La duda
Penelope Cruz por Vicky Cristina Barcelona
Viola Davis por La duda
Taraji P. Henson por El curioso caso de Benjamin Button
Marisa Tomei por The Wrestler

MEJOR PELÍCULA DE ANIMACIÓN:
Bolt
Kung Fu Panda
Wall-E

MEJOR PELÍCULA EN IDIOMA EXTRANJERO:
Baader Meinhof Complex de Alemania
The Class de Francia
Departures de Japon
Revanche de Austria
Waltz with Bashir de Israel

MEJOR GUIÓN ADAPTADO:
El curioso caso de Benjamin Button
La duda
Frost/Nixon
El lector
Slumdog Millionaire

MEJOR GUIÓN ORIGINAL:
Frozen River
Happy-Go-Lucky
In Bruges
Mi nombre es Harvey Milk
Wall-E