martes, 25 de agosto de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (I)

A Roberto Orlino le gustaba mirar. Su pasatiempo favorito era salir a la calle y pasear hasta encontrar un objetivo interesante (normalmente una mujer atractiva, aunque muchas otras veces le sirviera una anciana, un pijo, un turista despistado o cualquier otro peatón que llamara su atención). En ese momento su paseo dejaba de ser un vagar aleatorio para convertirse en un seguimiento exhaustivo de la persona escogida.

¿Dónde irá? ¿En qué estará pensando? ¿Le esperará alguien en su destino o su destino será alejarse de alguien? La infinita lista de preguntas quedaba casi siempre sin respuestas contrastadas, pero eso lo disfrutaba Roberto tanto o más que el seguimiento. Así, al llegar a casa, podía imaginar las respuestas que mejor encajaran con esos personajes en los que él convertía a las personas.

Los transeúntes a los que perseguía no eran su único objetivo. En ocasiones Roberto se sentía perezoso y, para darse un homenaje, acudía a alguno de sus lugares favoritos. Aquellos lugares en los que la cantidad de víctimas y su limitada capacidad de movimiento aseguraba el éxito de la caza. El transporte público cumplía esos requisitos, y en especial el metro era una fuente ilimitada de recursos para sus maniobras de observación y elucubración. Además tenía la virtud de ofrecer la variedad del cambio perpetuo (cada parada suponía un reemplazo de al menos un cuarto de la oferta). Y por si fuera poco, en el momento en el que un objetivo le despertaba el suficiente interés, simplemente tenía que bajarse en la misma estación y continuar con el seguimiento al uso.

No obstante el lugar favorito de Roberto era, sin lugar a dudas, el aeropuerto. Era como una miniciudad repleta de personajes que componían un heterodoxo tapiz multicultural en el que elegir a un personaje como el que elige un plato en un autoservicio repleto de alimentos exóticos. Además de esa riqueza, lo que el aeropuerto ofrecía sobre cualquier otro lugar era el exhibicionismo emocional de sus habitantes. Nadie, en ningún lugar público, expresa tan abiertamente sus sentimientos como en una terminal. Abrazos, besos, llantos, discusiones… Cada persona esperando o familia despidiéndose. Cada chófer sujetando un cartel con un apellido o el joven durmiendo tras los monitores de salidas y llegadas. Cada pareja abrazada comiéndose a besos o la adolescente mordiéndose el labio inferior con lágrimas en las mejillas. La terminal era para Roberto como un centro comercial en rebajas para un comprador compulsivo.

Pero nada de esto, ni siquiera la visita mensual a Barajas, le dejaba completamente satisfecho. Entendía que tan sólo veía a las personas en su faceta pública y sabía perfectamente que todos ellos, tras los muros de su casa, cambiarían drásticamente. Se moría por tener la oportunidad de adentrarse con absoluta impunidad en la intimidad de una vivienda ajena. Y es por ello que, cuando hojeando la sección inmobiliaria de un periódico encontró un pequeñísimo anuncio que decía:

“Se alquila pequeño apartamento con perfectas vistas exteriores e interiores. Ideal para personas solitarias con ganas de vivir vidas ajenas”.
No pudo dejar de sorprenderse por las extrañas (y poco sutiles referencias) que a él le llevaron a coger el teléfono inalámbrico y marcar precipitadamente las nueve cifras que acompañaban a ese texto

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