miércoles, 4 de noviembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VII)

Cuando Roberto escuchó el ruido tras la pared en la que se apoyaba la obra de Goya, de pie en el suelo como los otros dos cuadros, no podía saber que eran las tres de la mañana. Nunca había llevado reloj porque le molestaba su peso, y el móvil apagado tampoco le servía de mucho. Durante las últimas semanas había perdido la noción del tiempo. Por saber no sabía ni en qué día de la semana estaba, ya que los breves y desordenados periodos de sueño no servían para distinguir los días y las noches que transcurrían al otro lado de la persiana cerrada.

Precisamente fue de uno de esos duermevelas de los que Roberto salió de forma sobresaltada al oír el claro sonido de una puerta cerrarse en el piso de al lado. Bastantes veces había escuchado ya breves y suaves ruidos a través de cada una de las tres paredes, pero nunca tan claros y reconocibles. Se acercó casi en cuclillas, con las piernas agarrotadas, hasta el agujero, esforzándose para erguirse lo necesario para alcanzarlo. Justo en el momento de poner el ojo a escasos milímetros del punto negro un haz de luz lo atravesó haciendo que la pupila, dilatada durante cientos de horas, se contrajera dolida. Un hombre de elegante traje gris encendía la luz de un salón clásicamente amueblado mientras arrojaba su portafolios sobre una butaca de tapicería marrón clara, a juego con el sofá de tres plazas.

“¿Cariño?” Preguntó una voz de mujer a la que el hombre contestó “Sí ¿Qué tal el día?”. Esas fueron las palabras que Roberto escuchó decir al hombre mientras se quitaba la chaqueta y se giraba hacia la voz femenina lo suficiente para mostrar las tres cuartas partes de su rostro. El rostro que Roberto había visto en el espejo del cuarto de baño todos los días de su vida. Con las mejillas algo más hinchadas y el pelo un poco más corto, pero ese hombre tenía su cara. Su cara, su cabeza y, bien pensado, su voz. Esa voz que tanto había odiado las pocas veces en que le había llegado en forma de grabación. Los latidos de su propio corazón empezaron a retumbarle en la cabeza, mientras que sombras negras y puntos blancos se alternaban entorpeciéndole la vista. Cuando el hombre se sentó en el sofá para desatarse los cordones de los zapatos, su rostro, el de Roberto, el del hombre, se hizo completamente visible, y fue como mirarse en un espejo. En un espejo que le devolvía una versión distorsionada de sí mismo, pero suya al fin y al cabo.

El ruido de unos pasos rápidos le sacaron de su ensimismamiento justo antes de que un niño de unos cinco, o seis, o siete años (nunca había sabido calcular edades infantiles) entrara en ese salón gritando papá con un folio pintarrajeado en la mano. La carrera no cesó al acercarse al sofá, sino que el niño simplemente tomó impulso y se lanzó a por su versión engordada, que lo recibió con un abrazo y teatrales aspavientos de dolor. “Un día de estos vas a matar a tu padre”, es lo que Ricardo creyó entender al hombre cuyas cosquillas hacían retorcerse y reír al niño, que poco a poco se escurría del sofá hasta quedar contorsionado con la cabeza casi en el suelo de parquet.

“Ricardo, no seas burro que se va a hacer daño”. Esas fueron las palabras que anunciaron la llegada de la mujer con pantalón de chándal azul y camiseta blanca que entró descalza en la habitación con una cuchara de madera en la mano izquierda. Y entonces Ricardo no pudo evitar caer sentado en la oscuridad de su apartamento. Porque la mujer a la que todavía escuchaba pedir a su marido que se cambiara para ayudarle con la cena era Marina. La novia a la que había dejado tras tres años de relación al poco de terminar la carrera. Algo diferente, como ese otro Ricardo, pero Marina al fin y al cabo. Con unos años más, y el cuerpo ligermanete cambiado, pero sin duda la mujer de la que se había enamorado. La mujer a la que había engañado. Aquélla que le perdonó, o eso dijo aunque él nunca estuvo seguro, y a la que terminó dejando antes de que lo hiciera ella. La mujer en la que había seguido pensando durante tantos años y a la que no se había atrevido a espiar nunca, a pesar de ser aquélla de quien más quería saber.

Se quedó allí sentado, sujetando el peso de su derrotado cuerpo sobre las manos apoyadas en el suelo, a su espalda, por la que caían gotas de sudor que resbalaban hasta ser absorbidas por la sucia moqueta del suelo. Ni el paso de los minutos, ni el desaparecer de las voces vecinas o de la luz en el agujero sacaron a Roberto del estado de shock en el que se mantuvo hasta oír una puerta golpear al otro lado de la pared en la que descansaba la obra de El Bosco.