viernes, 31 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (2º sueño)

El sueño del primer día no me había dejado en absoluto satisfecho. Por poco creíble, por falta de originalidad pero principalmente, muy principalmente, por ñoño. Tal vez por ello, pese a no dar más vueltas al tema durante el resto del día (al margen de los inevitables minutos de reflexión en esa generadora de grandes pensamientos que es la ducha), esa misma noche, tan pronto como me tumbé en la cama, apagué la luz y cerré los ojos, las imágenes recurrentes volvieron a mi cabeza. Los tres dedos huesudos. La bolsita de plástico transparente. El pequeño sobre. Esta vez el sueño me llevó por unos derroteros algo más prosaicos.

El pequeño sobre del señor Dato contenía el título de propiedad de las cincuenta acciones que compró en el año sesenta y cuatro con dos mil doscientas pesetas ahorradas con esfuerzo durante sus cuatro primeros años de trabajo. Exactamente cuarenta y cinco años después de aquel 14 de julio de 1964 sacó de su pequeña caja fuerte ese viejo papel que tan solo veía la luz (de una lamparita de noche, que no del sol) una vez al año, siempre en la misma fecha. Sólo que esta vez, en lugar de observarlo durante 30 minutos para después devolverlo a su hogar encerrado bajo llave, el señor dato lo dobló con mucho cuidado sobre sí mismo una, dos y tres veces. Las suficientes para hacerlo entrar en el pequeño sobre que dos semanas antes había comprado para la ocasión. Un sobre que, después, fue a parar a una bolsa de las que su mujer, Emilia, utilizaba para congelar las croquetas. Sin duda una buena manera de evitar imprevistos.

Ni Emilia, ni su madre (la de él, de la de ella ni sabía ni le importaba) ni sus dos compañeros de la oficina entendieron esa arriesgada decisión. Ese interés por adentrarse en un mundo desconocido frecuentado sólo por gente muy diferente a ellos. Gente que podía permitirse invertir cantidades de hasta 6 cifras o, por decirlo de otra manera, gente que podía permitirse utilizar la palabra invertir. No obstante Aurelio supo que esa era una gran oportunidad. Sólo tenía que ser paciente y a la larga, como la hormiga del cuento, acabaría disfrutando de los resultados mientras sus compañeros le miraban con envidia. Sus compañeros, que no eran cigarras, sino otras hormigas con tanto trabajo, esfuerzo y sacrificio como el suyo, pero con la diferencia de que, al contrario que él (y tal vez por ello más hormigas) jamás pensaron en el día siguiente al que les tocaba vivir, o en la tarea siguiente a la que tenían que realizar.

Cuando compró aquellas acciones Aurelio se dijo a sí mismo que esperaría cuarenta y cinco años antes de hacer nada con ellas. Para entonces tendría setenta años, una edad a la que ninguno de sus parientes masculinos había llegado. Pero así no sólo se aseguraría de que las acciones se revalorizaran, sino que además tendría una motivación para seguir adelante. Para levantarse día tras día, semana tras semana y año tras año. Para esforzarse, soportar las privaciones y pensar en una meta que alcanzar. En fin, para sobrevivir hasta los setenta años.

No obstante, evitando obsesionarse con el tema e intentando no construir su vida alrededor de un pedazo de papel, nunca quiso consultar la situación de la bolsa compulsivamente. Los primeros años más por imposibilidad que por voluntad, pero más tarde (siendo ya mucho más sencillo) por principio. Así, solo cada 14 de julio, después de devolver el papel a la pequeña caja fuerte y dejar ésta detrás de los 21 tomos de los Episodios Nacionales, hacía una llamada telefónica para consultar el valor de sus cincuenta acciones.

El año pasado le habían dado un buen disgusto. Por primera vez el precio de las mismas había bajado un poco en lugar de seguir subiendo, como durante los 43 años anteriores. De todas formas la cifra seguía siendo alta. Muy alta. Más alta de lo que había conseguido juntar a lo largo de su vida a pesar de mantenerse siempre en su pequeño y viejo piso de la calle del Carnero y privarse de cualquier gasto evitable. Pero las cosas iban a cambiar, al cuerno con la austeridad y el ahorro. En cuanto tuviera en sus manos el dinero iba a empezar a gastarlo como no había hecho en los setenta años anteriores. Ya era hora, y desde luego no tenía sentido seguir privándose de los pequeños o grandes placeres que el dinero puede comprar (la felicidad no se vende, pero se alquila). Y lo primero sería llevarse a Emilia de vacaciones. Pero a unas vacaciones de verdad, no al pueblo. A un crucero, como los que ella veía en algunas películas de antena tres después del cocido de los domingos. Y eso sería sólo para empezar. No sabía cuántos años les quedaban por delante, pero desde luego no los suficientes como para arrepentirse.

En todo eso iba pensando el anciano señor dato cuando aquel 14 de julio de 2009 nos cruzamos por los pasillos del metro. En lo que no pensaba era en que el último año, el 45 de su espera, había ido mucho peor que el anterior. Su decisión de no hacer la llamada telefónica anual para darse el gustazo de descubrir en persona la cantidad exacta de su pequeño tesoro (o tal vez el miedo a que éste se hubiera vuelto a reducir durante los últimos 365 días), le permitió vivir de sus muy gastadas ilusiones durante dos horas y veinte más. Los 140 minutos que tardó en descubrir (eso sí, en persona) que esa gran empresa que había crecido y crecido hasta convertirse en un monstruo multinacional cuando el empezaba ya a encoger, había sido vapuleada por la omnipresente crisis y se había declarado en quiebra técnica.

Era 14 de julio de 2009 y sus 50 acciones, sus dos mil doscientas pesetas de 1964 y sus cuarenta y cinco años de sueños valían exactamente diez euros.

miércoles, 29 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (1er sueño)

Durante esa primera noche el contenido del pequeño sobre era una breve carta, apenas una cuartilla doblada sobre sí misma en la que la ya fallecida esposa del hombre le escribía una breves y cariñosas líneas desde su pueblo. Lo curioso es que esa carta se había escrito a principios de los años cincuenta, cuando ella, apenas un año después de contraer matrimonio, tuvo que ausentarse del hogar para solucionar unos asuntos familiares relacionados con la herencia de una finca.

Bueno, en realidad que la carta se escribiera en los años cincuenta no tenía especial relevancia. Lo realmente sorprendente es que la misma no llegara a manos de su destinatario hasta más de medio siglo después, cuando su remitente había fallecido hacía ya siete años. Así el anciano, que afortunadamente había residido en la misma casa desde que abandonó la de sus padres, recibió lo que para él era una misiva de amor desde el más allá.

Después de observar el sobre cerrado durante horas hasta atreverse finalmente a abrirlo y leer las 12 líneas de su contenido una y otra vez, optó por telefonar a Correos donde le pidieron que al día siguiente acudiera a su oficina central con la carta en cuestión, bastante sorprendidos por la noticia.

Fue en su camino al centro cuando yo coincidí con él por los pasillos del metro. Al llegar a la oficina le recibieron con mucha atención, conduciéndole a un despacho en el que un hombre y una mujer (ambos bien vestidos y sin cara de haber pasado una sola hora atendiendo al público tras un mostrador) le explicaron lo sucedido, averiguado contrarreloj gracias a la eficiente organización de la entidad.

La carta en cuestión se había traspapelado en la oficina del pueblo el mismo día en que la tristemente fallecida Doña Emilia Linares la había entregado al empleado de correos. Un hombre con un expediente intachable, por cierto. No obstante y por desgracia, aquél sobre en concreto, el único de los miles que pasaron por sus manos a lo largo de 37 años de servicio, acabó por accidente tras uno de los grandes cajones metálicos del armario que se utilizaba como archivador principal. Recientemente, y con motivo de una ambiciosa reforma para equipar al pequeño pueblo con una nueva oficina al nivel de las exigencias del mundo actual, todo el antiguo y eficiente mobiliario se había eliminado. Casualmente, el armario en cuestión se había tenido que desmontar debido a su peso y tamaño y, en el proceso, un pequeño sobre intacto, aunque algo manchado de óxido, había salido a la luz. El actual responsable de la oficina, curiosamente hijo del anterior y heredero de su vocación, optó por enviar la carta por correo urgente preocupado por el que era probablemente el único envío no consumado de todos los que correspondieron a su padre. Es por ello que, tan solo un día después, el sobre y su contenido se encontraban en el buzón del portal número 5 en la calle del Carnero.

Definitivamente, una carta de amor desde el más allá.

martes, 28 de julio de 2009

El anciano de la carta al vacío (Introducción)

Cuando esa mañana me crucé por las escaleras del metro con aquel anciano llevando un pequeño sobre dentro de una bolsita para congelar alimentos, no le di ninguna importancia. No obstante, esa misma noche me descubrí a mí mismo pensando en él. Era un pensamiento casi obsesivo que no me dejaba conciliar el sueño ya que las preguntas que se habían estado gestando en silencio durante el día me atacaron de pronto en la oscuridad de mi dormitorio. ¿Qué contendría aquel sobre? ¿Una carta? ¿A cerca de qué? ¿Recibida o a enviar? ¿Y por qué motivo ese extraño modo de transporte? Obviamente el hombre en sí jamás hubiera despertado mi interés, pero ese pedazo de papel blanco guarecido en una bolsa transparente con autocierre convirtió a un figurante cualquiera en el protagonista de mi mente. Esos tres dedos huesudos pinzando escrupulosamente la esquina de la bolsa, como si el plástico de ésta no fuera suficiente aislante entre el sobre y la piel, se presentaban en primer plano cada vez que cerraba los ojos. ¿Qué texto se merecía ser custodiado prácticamente al vacío?

Por suerte aquella noche la absurda obsesión no impidió que fuera dejándome llevar por el sueño poco a poco y, mezclando ficción y memoria, consiguiera quedarme dormido. Fue en ese periodo de duermevela en el que la primera historia del anciano de la carta al vacío empezó a tomar cuerpo. Una primera historia que creció en el mundo de los sueños y que al día siguiente recordaba tan solo a grandes rasgos. Eso sí, lo suficientemente completa para que en absoluto saciara mi curiosidad.
[...]

martes, 21 de julio de 2009

Hoy he soñado que perdía el metro

Hoy he soñado que perdía el metro. Lo oía llegar mientras bajaba por las escaleras y aceleraba el paso a pesar del pleno conocimiento de que el último escalón coincidiría con le pitido previo al cerrarse de puertas y la entrada en el andén sería el pistoletazo de salida para el tren. Como no podía ser de otra manera he tenido el tiempo incluso de ver cómo se cerraba la hilera de puertas ante mí, quedando tras ellas todas y cada una de las personas que habían llegado hasta 10 segundo antes que yo. Por supuesto nadie por detrás, todo el andén vacío para recorrerlo frustradamente esperando a que los monitores indicaran el también previsible “Próximo tren llegará en: 14 minutos”, desafiando todas las reglas horarias para esa línea y franja del día.

No sé si esa escena onírica era una pieza precedida o seguida por otros acontecimientos más acordes con lo que se espera de un sueño. Tan sólo sé que es lo único que ha permanecido en mi memoria al despertarme por la mañana y dirigirme a coger un metro que por supuesto he perdido.

Lo más preocupante no es soñar con perder el metro, es el hacerlo de forma regular. ¿Qué clase de persona tiene ese sueño recurrente? ¿Se supone que he de buscarle un significado? Creo que prefiero no hacerlo.