miércoles, 16 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (V)

(...)

Roberto ni siquiera se giró para ver salir a su nuevo casero. Se moría de ganas de acercarse a cualquiera de los tres cuadros y constatar lo que daba por hecho. ¿Pero por cuál empezar? ¿Uno cualquiera? Se mantuvo inmóvil en el centro de la habitación. Observando los tres lienzos desde un punto equidistante sin dejarse atraer por uno más que por otro. Acrecentando el ansia de entregarse a ellos y regodeándose en el placer que esperaba obtener de ellos. Como quien observa las agujas de un reloj avanzar durante los últimos minutos de trabajo antes de unas vacaciones. Como quien, muerto de sed, ve resbalar las gotas de agua condensada por la superficie del vaso de coca-cola helada que acaban de ponerle sobre la mesa.

Sintiéndose a gusto en el prolongado suspense, decidió estudiar los cuadros desde la distancia. Uno por uno. Con detenimiento. No es que fuera un gran entendido, pero tampoco había que serlo para reconocer esas obras.

A mano derecha, en la pared más grande de la estancia, se encontraba una reproducción en cuadro del Jardín de las delicias. Siempre se había sentido atraído por esa obra. Había tantos y tantos detalles que observar con detenimiento. Había muchas imágenes en él que no entendía, pero eso permitía observar la obra una y otra vez con diferentes interpretaciones. Desde luego no era comparable a la observación de personas de carne y hueso, pero como sustituto en dos dimensiones no estaba mal. No obstante, el fragmento derecho, el dedicado al infierno, siempre le había generado una profunda inquietud. Por eso trataba de concentrarse en la tabla central y olvidarse de ese angustioso escenario en llamas con la aberrante figura central. El tal Bosco tenía que estar realmente enfermo para verse a sí mismo de esa manera. Y más que eso, para presentarse así ante quien quisiera admirar su obra.

Desconcertado (e incómodo) ante el pensamiento de cómo alguien podía tener tan mal concepto de sí mismo, Roberto pasó a observar el cuadro situado en la pared a la izquierda de la ventana. No recordaba bien su título. Era de Goya, eso seguro, pero la mitología nunca había sido lo suyo. ¿Saturno? Sí, Saturno devorando a su hijo. Si ése no era el título era otro muy parecido. Desde luego aquí había mucho menos que observar que en las pinturas del Bosco. De hecho la oscuridad del lienzo apenas permitía ver algo más que el descuartizado torso infantil y la cara de loco de Saturno. En especial los ojos desorbitados de éste atrajeron la mirada de Roberto de forma magnética. Otro escalofría recorrió su espalda y el bello de la nuca se le erizó. La cosa tenía pinta de principio de constipado.

Disgustado ante la perspectiva de estrenar su nuevo apartamento con una convalecencia (y con el desagradable cuadro abocado a velarla) giró un poco sobre sí mismo para observar la última obra. Se encontraba en la pared más estrecha, aquélla que terminaba de darle un aspecto claustrofóbico (caleidoscópico fue el adjetivo en que le hubiera gustado pensar) a la estancia. Desde luego el conjunto artístico, unido a la austeridad mobiliaria y el oscuro y viejo papel de las paredes, no ayudaba a evitar esa sensación. Por si los dos cuadros anteriores no le hubieran generado suficiente intranquilidad el trío se completaba con El Grito. Roberto no sabía si la decoración era cosa del señor Leb o de alguno de los anteriores inquilinos. Eso sí, al responsable había que reconocerle un gran nivel de coherencia. Esa cara deforme aullando al infinito que representaba la locura y la desesperación como ninguna otra pintura, completaba un ambiente cercano a lo insoportable. Una cosa era ser morboso, algo que Roberto no tenía ningún problema en reconocer (o reconocerse a sí mismo, más bien). Pero convivir con esas imágenes en un lugar tan pequeño iba bastante más allá de lo comprensible.

Se giró hacia la puerta y con un par de pasos se colocó frente a ella. Su mano llegó incluso a posarse sobre el picaporte mientras los pensamientos golpeaban su cabeza. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había estampado su firma en aquellos papeles que le ataban a esos 30 metros cuadrados durante al menos los próximos tres meses? ¿En qué estaba pensando para no fijarse en esos cuadros, esa alfombra de colores pardos, esas pareces sucias y ese catre (siempre había tenido ganas de utilizar esa palabra con propiedad) en una esquina? Ni Barton Fink aguantaría un día en esa habitación.

Su mano derecha buscó la llave del apartamento en el bolsillo de su pantalón, pero en lugar de eso encontró la tarjeta de visita. Ubeç Leb. Y las frases del empresario volvieron se repitieron una tras otra:

“Mis apartamentos son exclusivos, únicos y perfectos.“

“Simple y llanamente ofrezco a las personas lo que más desean en su vida entre unas paredes.”

“¿Está usted seguro de que va a aprovechar las posibilidades que este apartamento le brinde?”

“Ningún inquilino ha llegado a decirme jamás que se haya arrepentido de un trato conmigo”

“En cada una de las paredes compartidas hay un gran cuadro. No creo que haga falta decir más”

Desde luego no iba a abandonar sin llegar a comprobar lo que tenía entre manos. Dejó la tarjeta en la mesita que había junto a la puerta. A su lado colocó el sombrero y la bufanda que el señor Leb ni siquiera se había molestado en recuperar. Se atusó un poco el pelo observándose en el horrible espejo de marco dorado y giró ciento ochenta grados para volver a encararse con los cuadros.

Sólo quedaba decidir por cuál empezar.

Sí. Estaba claro.

Y dio los cuatro pasos que le separaban de su primera elección.

(...)

viernes, 4 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (IV)

(...)

La voz del señor Leb devolvió a Roberto a la realidad, por denominar así a la extraña situación.

“Y actualmente los tres apartamentos están ocupados. Cada uno por unas personas muy diferentes. Pero eso es lo bueno, ¿verdad? La variedad”.

Y dicho esto solo añadió una cosa más mientras le tendía su tarjeta:

Ubeç Leb
Empresario
Tl-633226611

“En cada una de las paredes compartidas hay un gran cuadro. No creo que haga falta decir más”.

Roberto se apresuró hacía la puerta que Ubeç le señaló con un gesto un tanto afeminado que mantuvo mientras le seguía con tranquilidad. Rodeado por las otras tres puertas Roberto forcejeó con la cerradura para conseguir introducir la llave. Habría que engrasarla un poco. Una vez dentro la llave tampoco pareció moverse con comodidad e hicieron falta varios intentos para girarla. Finalmente un chasquido metálico permitió que Roberto empujara la puerta y se adentrara en una habitación en la que, a pesar de la ventana abierta de par en par, flotaba un denso olor a cerrado y a falta de limpieza.

Lo desagradable de la estancia hizo que Roberto, por un momento, saliera del ensimismamiento en el que se había sumido durante los últimos minutos y, recuperando un halo de lucidez, se planteara por un momento lo que estaba haciendo. En ese momento Ubeç pasó a su lado y llegó hasta la ventana diciendo algo así como que el cierre necesitaba una reparación. Indiferente a la mezcla de su anonadado nuevo inquilino se asomó a la calle durante unos segundos y después cerró la ventana con cuidado. Por primera vez los sutiles gestos de su rostro habían sido sustituidos por una amplia sonrisa de satisfacción. Obviamente una sonrisa provocada por un trato cerrado pensó Roberto. Obviamente.

Fue entonces cuando con ambas manos, al estilo de una azafata, el señor Leb señaló los tres cuadros. “Sé que estás hecho para este apartamento”, fueron las palabras que, acompañadas por la constatación de la existencia de los tres cuadros, hicieron que Roberto se dejase llevar de nuevo y, en apenas un par de minutos, su firma se encontrara al pie de un contrato por un valor mensual superior al de su actual piso de ochenta metros cuadrados, con ascensor y recién reformado.

“Ningún inquilino ha llegado a decirme jamás que se haya arrepentido de un trato conmigo y estoy seguro de que a ti tampoco te lo voy a oír decir” fueron las palabras de despedida de Ubeç antes de cerrar la puerta tras de sí.

(...)

jueves, 3 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (III)

(...)

El edificio en cuestión estaba a unos doscientos metros de la cafetería. Era viejo y suplicaba una reforma. Desde luego la primera impresión no invitaba al entusiasmo, pero la seguridad de Ubeç resultaba muy convincente. El interior del edificio hacía buena la fachada. Las bombillas apenas iluminaban un portal exageradamente amplio, que combinaba el mármol y la madera vieja con una pretenciosidad sorprendente. Las escaleras, única manera de alcanzar los pisos superiores, ya que por supuesto no existía ascensor, eran angostas y empinadas, con unos escalones difícilmente escalables por los presumiblemente ancianos residentes. Y lo que a Roberto realmente le llamó la atención fue que el mármol del portal diera paso a un papel rayado que cubría las paredes a modo de hotel, o más bien pensión, de película americana. No obstante, por alguna extraña razón, cuanto más decadente se presentaba el escenario, más motivado se encontraba Roberto. Ubeç había dejado de hablar en el mismo instante de atravesar la puerta forjada de la calle y tan solo le observaba, con una perenne y discreta sonrisa en los labios. Parecía dejar los acontecimientos en manos del morboso encanto del edificio.

Al llegar al tramo de escaleras que unían el cuarto y el quinto (y último) piso del edificio, Ubeç le tomó del brazo y comenzó a hablarle con voz muy baja. Roberto le escuchó ensimismado. Se volvía loco por alcanzar la puerta del que ya consideraba su nuevo apartamento, pero la mirada del señor Leb le hizo detenerse sin pensarlo un momento. La frase fue casi ofensiva: “Quiero estar seguro de que le alquilo este apartamento a alguien que se lo merezca”. Y la pregunta más: “Señor Orlino, ¿está usted seguro de que quiere ser mi nuevo inquilino y de que va a aprovechar las posibilidades que este apartamento le brinde?” Roberto no dudó un instante. Empezaba a sentirse como un niño suplicando a sus padres por un juguete nuevo, y por eso mismo, cuando Ubeç le puso una condición a cambio de la llave no pensó en negarse ni por un momento. Sólo la impaciencia podía hacer que no se plateara preguntas sobre lo extravagante de la petición. De modo que únicamente cuando el sombrero y la bufanda del Señor Leb le cubrían la cara casi por completo éste accedió a darle la llave. Era una llave grande, antigua, con espirales talladas en el mango. Se parecía a las que abrían y cerraban las puertas del armario de la casa de su abuela, donde se escondía de niño para espiar a cualquier miembro de la familia que entrara en el dormitorio.

Estaba preparado, él lo sabía y Ubeç así se lo reconoció. Y fue entonces cuando, antes de permitirle subir los últimos escalones, le explicó en detalle lo que hasta ese momento solo eran suposiciones. El apartamento tiene tan sólo 20 metros cuadrados. Ni siquiera era una vivienda en sí. Tan solo era el cuarto del servicio con aseo que formaba parte de la vivienda de trescientos veinte metros cuadrados que antiguamente ocupaba toda la última planta del edificio. Una muerte y las habituales peleas por la herencia hicieron que el piso se dividiera en tres viviendas más pequeñas, mucho más fáciles de vender en estos tiempos. La disputa familiar fue tan encarnizada y absurda que ni siquiera hubo forma de repartir equitativamente la totalidad del hogar materno, así que al final cada hijo se quedó con un piso de cien metros cuadrados, sobrando esa pequeña habitación que, curiosamente, por su situación se convirtió en el punto que unía los tres apartamentos. Como si se tratara de una de las celdas de un panal su planta era pentagonal. Una pared daba a la calle, otra al nuevo descansillo y las otras tres eran compartidas con cada una de las viviendas ajenas. El señor Leb, por aquél entonces metido al parecer en el mundo del derecho, acabó quedándose con lo que él consideró un atractivo apartamento como parte de sus emolumentos. La duración del contencioso legal, unido al poco interés por el trabajo de los tres herederos entre los que mediaba como director de un pequeño bufete, hizo que ni siquiera pudieran pagarle lo que le debían. Finalmente, poco a poco, Ubeç fue ampliando sus redes hasta hacerse con toda la planta. Fue entonces, le explicó a Roberto, cuando decidió probar suerte en el mundo de los negocios. No le costó encontrar a quien pagara una buena cantidad de millones por cada una de los tres apartamentos. Y aquellos veinte metros se convirtieron en su primer apartamento de alquiler exclusivo, como a él le gustaba denominarlos.

Roberto estaba embelesado por la historia, y solo sus ganas por escuchar más hicieron que no profundizara en una línea de pensamiento que pasó fugazmente por su cabeza. ¿Cuándo sucedería todo aquello? Todo lo que veía a su alrededor parecía no haber recibido ningún cuidado ni reforma en décadas.

(...)

martes, 1 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (II)

(...)

Roberto llegó a la cafetería quince minutos antes de la hora de la cita. No obstante en seguida supo que el corpulento hombre trajeado que revolvía ininterrumpidamente el café con la mano izquierda, se trataba del señor Leb. Esa intuición pareció mutua, ya que antes de atravesar la puerta una sonrisa un tanto excesiva acompañaba a la mirada fija que el señor Leb posó en él. Un breve escalofrío recorrió la espalda de Roberto. Sin duda su cuerpo trataba de asimilar el contraste de temperatura.

El señor Leb, de nombre Ubeç, resultó ser un amable inmigrante sirio que se dedicaba, por decirlo claramente, a la especulación inmobiliaria. Compraba viviendas considerablemente rebajadas gracias al pago en efectivo para, después, revenderlas a su precio original a quienes se veían obligados a recurrir a un préstamo. Como él mismo decía, el beneficio no era grande, pero no podía ser más sencillo. Afirmaba haber llevado a cabo numerosos trabajos, especialmente relacionados con los negocios, pero nunca haberse sentido tan a gusto como en el del mercado inmobiliario. De todas formas no parecía tener ni cincuenta años, lo que restaba bastante credibilidad a las referencias a su en teoría vasto pasado laboral.

También le explicó a Roberto cómo, para asegurar una fuente de ingresos regular al margen de sus compra-ventas, tenía una serie de apartamentos en alquiler distribuidos por la ciudad. Cada uno de ellos, le dijo, era único. Tan exclusivo que siempre encontraba al inquilino perfecto en cuanto el anterior lo abandonaba. Y dicho esto dejó unas monedas junto a la taza de té e invitó a Roberto a levantarse con uno de sus continuos gestos excesivamente teatrales.
(...)