miércoles, 28 de octubre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VI)

Tres semanas después de haber observado por primera vez a través del pequeño orificio en la pared que se escondía tras la obra de El Bosco, Roberto no parecía el mismo hombre. Quien se movía desesperadamente de una pared a otra en la oscuridad de su madriguera pesaba casi doce kilos menos que el señor Orlino que atravesó aquella misma puerta con el ansia reflejada en sus facciones. Un ansia que no había dejado de crecer pero que ahora era acompañada en su rostro por la desesperación y la tristeza. Un rostro a medias cubierto por una incipiente barba y que llamaba la atención por su palidez, sólo abandonada en las grandes bolsas grises bajo los ojos.

Esos ojos no habían visto nada a través de ninguno de los tres agujeros. Nada en tres semanas. 21 días de querer y no poder. 504 horas en las que no había abandonado su universo pentagonal en ningún momento. No había vuelto a su antiguo hogar que ya ni recordaba, ni a aquella mesa compartida en la sexta planta de esa multinacional desde la que habían llamado a su móvil insistentemente durante los primeros días. Por suerte no había familiares de los que preocuparse, estos seguramente habrían persistido o, lo que es peor, podrían haber terminado encontrándole, sucio y desnudo persiguiendo sonidos de una pared a otra. Desnudo porque ni siquiera había vuelto a su antiguo apartamento para hacer la mudanza. O al menos una maleta. Y trece días con la misma ropa había sido más que suficiente.

Su único contacto con el mundo exterior desde la despedida del señor Uleb había consistido en las llamadas de móvil que realizaba a un restaurante chino con entrega a domicilio y al pequeño motorista asiático que, datáfono en mano, le pasaba las bolsas blancas a través del mínimo espacio posible entre la puerta y su marco. Bendito móvil y bendita tarjeta de crédito. Los adelantos tecnológicos que le permitían no separarse de esos absorbentes orificios ni un solo instante. Y aún así, a pesar de no encontrarse nunca a más de dos metros de ninguno de ellos, nunca había conseguido ver nada al otro lado. Nunca. Ni una sola vez.

Cada día, sin fallar uno sólo, Roberto era sorprendido por algún sonido (un golpe, un roce, un murmullo) proveniente de una de las paredes. Por supuesto siempre la opuesta a la que el ocupaba. Y por mucho que corría para alcanzarla lo antes posible, en cuanto su frente se posaba (o golpeaba, si no frenaba a tiempo) sobre el agujero, al otro lado ya no sonaba nada. Nada se observaba y nada se intuía. La oscuridad era absoluta y la quietud total. Ni el mínimo rayo de luz natural durante el día ni el más lejano resto de iluminación de una bombilla alteraban la opacidad absoluta de lo que se encontraba al otro lado.

Pero ese día, el día 22 de espera y acecho, algo cambió.

domingo, 18 de octubre de 2009

Nota

Equipaje para una semana de vacaciones en Bilbao:

Camisetas (x5)
Camisas (x2)
Calcetines (x5)
Calzoncillos (x6)
Sudadera (x1)
Jersey (x1)
Chupa de follador (x1)
Portátil (x1)
IPod con 7658 canciones (x1)
Libros (x3)
DVDs (x13)
Borradores de relatos (x3)
Fuerza de voluntad (x2)
Felicidad (x4)
Melancolía (x3)
Miedo (x2)

Y una frase de Los Piratas retumbando en la cabeza. ¿Seré como el tipo que algún día fui?