viernes, 24 de diciembre de 2010

PELÍCULAS NAVIDEÑAS

¿Qué tienen en común Bill Murray, Mickey Mouse, Jim Carrey y la rana Gustavo? No, no me refiero al hecho de que, en un momento dado, te diste cuenta de que todos ellos tenían menos gracia de lo que pensabas cuando eras más joven. La conexión entre esos cuatro iconos de la cultura audiovisual es que, a lo largo de su carrera, han protagonizado una versión cinematográfica de Cuento de Navidad, la breve novela escrita por Charles Dickens a mediados del siglo XIX y que se ha convertido, probablemente, en la principal fuente de inspiración navideña para el séptimo arte. Sólo tienes que teclear “A Christmas Carol” en The International Movie Database (¿Cómo? ¿No conoces www.imdb.com? Vale, allá tú si quieres seguir utilizando las pobres entradas sobre cine de la Wikipedia para informarte sobre el tema). Como decía, teclea el título en inglés de la novela y obtendrás nada menos que cincuenta resultados entre cine y televisión. Y eso buscando por el título exacto, a lo que habría que añadir las decenas de cintas que, bajo otro título, esconden una versión del pequeño clásico inglés. ¿Un ejemplo? Pues sencillamente una de esas películas grabada a fuego en la memoria popular de todos los nacidos en los 70 y 80: Los fantasmas atacan al jefe.

No obstante, aunque esta historia es el tema principal o al menos la inspiración para algo así como el 75% de las películas navideñas, aún hay kilómetros y kilómetros de negativo que se han basado en otros temas. ¿El plan B favorito para recrear estas fiestas en celuloide? Sus icónicos personajes, normalmente pasados por el tamiz norteamericano. Ellos ponen el dinero, ellos hacen las películas, así que, ellos mandan.

Probablemente, como fan enardecido de los Reyes magos, no soy objetivo, pero me cuesta decidir una película sobre Papá Noel que merezca la pena destacar. Personalmente, cuando pienso en la versión comercialmente prostituida de San Nicolás, solo me vienen a la cabeza insoportables telefilms. Probablemente Bad Santa sea lo poco que salvaría de todo lo que se ha filmado con Santa Claus de por medio.

Los colegas de Santa han corrido una suerte dispar en sus versiones cinematográficas. Mientras que los inquietantes elfos han sido normalmente coherentes en la calidad de sus historias con su ridícula apariencia (véase Elf), el reno Rudolph ha disfrutado de unas adaptaciones mucho más agradables, desde que allá por los 40 apareciera por primera vez en los cines en forma de dibujos animados. Probablemente, la película más famosa sobre este cuadrúpedo radioactivo, sea uno de los primeros largometrajes en stop-motion de la historia: Rudolph, the Red-Nosed Reindeer (1964).

La técnica del stop-motion, por cierto, parece llevarse especialmente bien con esta temática, ya que gracias a ella existe esa obra de arte Pesadilla antes de Navidad. Sí, esa genialidad dirigida por Henry Selick, el hombre que tendrá que vivir toda su vida con el hecho de que su obra maestro se estrenara en las salas de todo el mundo con el título: Tim Burton’s The nightmare before Christmas. Frustrante, ¿no?

De vuelta a la banda de Papá Noel, hay un personaje más que ha aparecido en varias películas a lo largo de muchas décadas, protagonizando algunas de ellas. Personalmente, tengo que admitir que me despierta bastante más simpatía e interés que el señor mayor con barba y chándal rojo. Pero claro, ¿a quién no le gustan los tipos malos? Sí, estoy hablando de la némesis de Santa, el Grinch. De entre todas sus apariciones en pantalla me gustaría mencionar la relativamente decepcionante, pero aún así entretenida, El Grinch ¿Qué pasa? Tal vez algunos sigamos sintiendo debilidad por Jim Carrey. Y por Bill Murray. Qué demonios, incluso por la rana Gustavo. ¿Mickey Mouse? Eso ya no, ¿por quién me tomas?

¿Hay algo más allá de Cuento de Navidad, Papá Noel y sus amigos? Por suerte sí que lo hay, y en general nos ha dejado algunas películas mucho mejores, o al menos más entretenidas, que las mencionadas hasta el momento. Aquí están unos pocos ejemplos:

Gremlins. ¿A alguien se le ocurre un tema navideño más entretenido que juntar a un montón de psicópatas monstruillos verdes correteando por un pequeño pueblo Americano mientras siembran la destrucción y la muerte de la manera más gamberra posible?

Las dos primeras entregas de la saga La jungla de cristal. Veamos el comienzo de sus sinopsis. La Jungla de cristal: Nochebuena, un grupo de terroristas toma un edificio de oficinas lleno de rehenes. John McClane se encuentra allí, en la fiesta del trabajo de su novia. La Jungla de cristal 2: Nochebuena, un grupo de terroristas toma un aeropuerto lleno de rehenes. John McClane se encuentra allí, esperando la llegada del vuelo de su novia. John McClane, el tipo con el que no quieres pasar nunca una Nochebuena.

Love Actually. La Navidad es un contexto estupendo para desarrollar una comedia romántica. Además, si eres un director competente y consigues compensar la inevitable presencia de Hugh Grant con actores de la talla de Liam Neeson, Emma Thompson o Alan Rickman, tal vez consigas una película que encante a las novias y guste a los novios (aunque estos probablemenete no lo reconozcan).

Solo en casa y Solo en casa 2. Sólo dos preguntas. ¿Quién pensó que una segunda parte era necesaria? Y, sobre todo, ¿en qué demonios estaba pensando Joe Pesci?

La Navidad de Charlie Brown. Si estás buscando una Buena película de dibujos sobre la Navidad, Carlitos, Snoopy y Linus no te decepcionarán. Un poco infantil y rozando lo ñoño, pero qué demonios, estamos hablando de dibujos y Navidad. Hay que dejarse llevar un poco por el espíritu navideño.

¡Socorro, ya es Navidad! Inevitable en esta lista, aunque no precisamente destacable por su calidad. Chevy Chase, este tipo fue una estrella en Hollywood durante más de una década. Difícil de explicar.

Y, finalmente, no podemos olvidarnos del clásico de los clásicos. Esa película emitida tantas veces que, si no la has visto, probablemente no seas un ser humano. Qué bello es vivir, o cómo conseguir que todo el mundo odie una película que debería ser considerada como una gran obra gracias a la tortura de la repetición infinita.

Nota: Me abstengo de hablar sobre las películas bíblicas y “las de romanos”. Para eso necesitaría otro artículo entero.

Cita del mes:
Frank Cross: Quiero que se le vean los pezones.
Censor Lady: Pero este es un programa navideño.
Frank Cross: Bueno, estoy seguro de que Charles Dickens también hubiera querido verle los pezones.
Los fantasmas atacan al jefe (1988)

Recomendación del mes:
Pesadilla antes de Navidad. Henry Selick, 1993.

sábado, 11 de septiembre de 2010

PELÍCULAS DE VERANO

Hay dos maneras diferentes de enfocar el tema “películas de verano”. Por un lado, se puede hablar sobre los habituales blockbusters, películas de serie B y películas familiares que conquistan las salas cada julio y agosto (Véase- En este 2010: Origen, Los mercenarios y Toy Story 3). Éste sería el planteamiento más sencillo. Pero por otra parte, también puede uno referirse a esas cintas en las que la acción transcurre o está relacionada con esta época del año. Esa que casi todo el mundo relaciona con conceptos como las vacaciones, el relax y la felicidad.

Cuando decidí escribir un artículo desde este segundo punto de vista, pensé que iba a resultar sencillo. Ahora, después de sentarme frente a la pantalla en blanco, me arrepiento de haberlo hecho. ¿Por qué? Bueno, os aseguro que hay menos películas de las que pensaba relacionados con este tema.

Tras un gran ejercicio de memoria, he conseguido reunir una lista de diecisiete títulos y, echándoles un vistazo, hay una serie de ideas que me vienen a la cabeza:

1- Parece que el concepto “películas sobre el verano” está estrechamente relacionado con otro fenómeno que yo vendría a denominar “películas malas”. Lo sé, suena un poco duro, pero analizad estas obras maestras y tratad de convencerme de que estoy equivocado: Dirty Dancing, Jóvenes desorientados (sí, resulta que ese es el título español de Dazed and confused), American Pie 2 y 4 (por cierto, ¿sabíais que acaban de terminar el rodaje de American Pie 8? ¡Vamos, corre al videoclub!), Los incorregibles albóndigas (y secuelas)…

2- Obviamente, los campamentos de verano son un tema recurrente al hablar de películas de verano. A las ya mencionadas American Pie 4 y Los incorregibles albóndigas, hay que añadir por supuesto la saga Viernes 13. Esta obra de culto es el estandarte de las películas de terror sobre vacaciones de verano adolescentes. Sabéis de lo que hablo. Un grupo de atractivos mozos y mozas sobrehormonados deciden pasar sus vacaciones en un remoto lugar en el que poder beber mucha cerveza e intentar perder su dudosa virginidad hasta que un asesino en serie se demuestra como el mejor método anticonceptivo.

3- Las películas sobre el verano son un perfecto trampolín para jóvenes futuras estrellas. ¿Queréis algunos nombres?

Los incorregibles albóndigas: Bill Murray
Viernes 13: Kevin Bacon
Cuenta conmigo: River Phoenix and Kiefer Sutherland
Jóvenes desorientados: Ben Affleck and Milla Jovovich
Dirty Dancing: Patrick Sayze.
Faldas revoltosas: Matt Dillon
Grease: John Travolta

Incluso si eres un joven y prometedor director de cine, un taquillazo veraniego en el que la acción también suceda en época estival puede ser el primer escalón hacia la gloria. Seguro que alguno de vosotros ya sabe a quién me estoy refiriendo. En efecto, Steven Spielberg y su primer gran éxito, Tiburón.

4- Si quieres presentar una empalagosa historia de amor, solamente soportable por adolescentes, y que marque a una generación, el verano es tu época: Grease, Dirty Dancing, Mi chica

5- Por alguna razón desconocida, probablemente achacable a las altas temperaturas, el verano es también el momento ideal para las infidelidades en pantalla. Curiosamente, este tema suele dar pie a historias bastante mejores que los empalagosos romances estivales del punto anterior. ¿Ejemplos?: El graduado, Verano del 42, La tentación vive arriba

6- La década de los ochenta y sus alrededores son, sin lugar a duda, los años dorados de las películas veraniegas: Los incorregibles albóndigas (1979), Viernes 13 (1980), Cuenta conmigo (1986), Dirty Dancing (1987), Mi chica (1991)… En efecto, la moda no fue la única víctima de los crueles años ochenta.

7- Si uno quiere ver una buena película cuya acción transcurra durante el verano, simplemente hay que intentarlo con un buen director. Hay nombres que nunca fallan:

• Billy Wilder: La tentación vive arriba y ¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre?
• Alfred Hitchcock: La ventana indiscreta
• Takeshi Kitano: El verano de Kikujiro

Y una vez dicho todo esto, os dejo con las sabias palabras de John Travolta y Olivia Newton John, que no me atrevo a traducir por miedo a que parte de su contenido se pierda durante el proceso: “Summer days driftin' away to uh-oh those summer nights. Summer fling, don't mean a thing, but uh-oh those summer nights”

Cita del mes: ¿Sabe lo que hago cuando hace tanto calor? Guardo mi ropa interior en el congelador.” (Marilyn Monroe, La tentación vive arriba.)

Recomendación del mes: El verano de Kikujiro. Takeshi Kitano, 1999.

lunes, 19 de julio de 2010

El fútbol en el cine

Ahora que el Mundial ha terminado con el resultado que todos esperábamos (¿no?), es un buen momento para hablar sobre la relación entre el fútbol y el cine a lo largo de su historia.

Antes de nada hay que comentar que éste sea probablemente el deporte menos representado en el séptimo arte. Por supuesto estoy hablando de los deportes mayoritarios, obviamente hay menos películas sobre curling o sobre petanca, sin duda temas por explotar en la gran pantalla. Pero, ¿cuál es el motivo de esta escasez? Bueno, principalmente se debe a que el soccer fue durante muchos años un deporte menospreciado en los Estados Unidos. Incluso hoy en día, después de haberles regalado la organización de un Mundial en los noventa, todavía es considerado un deporte minoritario o, como ellos dicen, un casual sport. Es por ello que cuando uno piensa en el deporte en el cine no pueda evitar pensar en decenas de títulos relacionados con el fútbol americano, el baloncesto o el boxeo. Incluso para un español resultará más fácil recordar tres películas en las que aparezca el baseball antes que el fútbol.

Está claro que hay que alejarse de Hollywood y pensar en el viejo continente si uno quiere hablar sobre este tema. Más concretamente lo más recomendable es pensar en los oficialmente reconocidos como padres del fútbol. El Reino Unido ocupa el número uno en el ranking de productores de cine futbolístico. De hecho, como no podía ser de otra manera, el primer largometraje sobre el tema del que uno puede encontrar información es inglés. Se tituló “The Great Game” y fue rodada en Londres allá por mil novecientos treinta. Siendo sincero he de admitir que no he tenido la oportunidad de verlo, así que no puedo opinar al respecto. Lo que sí puedo hacer es resumir el argumento que he encontrado en varias páginas de internet. Un buen chico, joven y decente, juega en un pequeño equipo. Sorprendentemente el equipo comienza a ganar todos los partidos gracias, como no, a la aportación del muchacho, que con esfuerzo consigue ganarse al público y al entrenador a pesar de su corta edad. Desafortunadamente también se gana a la hija del presidente del club, con la que empieza una relación mal vista por la familia de la joven. Este contratiempo le saca de las alineaciones pero, cuando en el último partido el equipo se está jugando el campeonato, el entrenador no tiene más remedio que recurrir a él. ¿Alguien adivina quién marca el gol de la victoria? Ah, por supuesto algunos jugadores famosos de la época realizaron cameos para la cinta.

Me atrevería a decir que, quitando o añadiendo un par de detalles, acabo de exponer el argumento de cualquier película de fútbol (y de deporte) de los últimos ochenta años. Sólo algunos matices hacen diferente una producción de otra, pero el espíritu de superación, las injusticia que se convierte en justicia, la deportividad y la victoria in extremis son imprescindibles. Da igual que estemos hablando de una comedia (“Mean Machine”, “Quiero ser como Beckham” oDías de fútbol), un drama (“Camino a la gloria”), una biografía (“The damned United), una falsa biografía (la trilogía Goal!), un thriller (“The Arsenal stadium mistery”) o incluso una de artes marciales (“Shaolin Soccer”, poco recomendable). Cualquiera que sea el género hay una cosa que el guionista y el director nunca deben olvidar cuando se proponer crear una película sobre fútbol. Tienen entre manos una obra que debe ser épica y, en ella, el héroe (o héroes) debe siempre ganar en el último instante y tras mucho sufrimiento a la panda de desgraciados más odiosa que sean capaces de crear (¿verdad que suena parecido a la final del Mundial?)

No obstante, hablando del fútbol en el cine, hay un título que destaca sobre todos los demás. O al menos esa es mi (poco) humilde opinión. Estoy hablando de una cinta que no se encuadra en ninguno de los géneros anteriormente mencionados, sino en el de cine bélico. Sí, estoy hablando de “Evasión o victoria”, dirigida en mil novecientos ochenta y uno por el brillante John Huston y protagonizada por una estimulante mezcal de grandes actores (Max Von Sydow o Michael Cane), aún más grandes futbolistas (Pelé, Bobby Moore o Ardiles) y… bueno… Sylvester Stallone.

La historia de estos prisioneros aliados de la Segunda Guerra Mundial que deben elegir entre la victoria o la libertad en un partido contra los alemanes en el Paris ocupado, demuestra lo sencillo que puede resultar emocionar a la audiencia combinando injusticia y deporte. Lo que bastantes personas no saben es que esta versión es un remake (muy libre) de una cinta húngara de los años sesenta inspirada en hechos reales. Por desgracia los hechos fueron bastante más tristes que la versión de celuloide. Durante la ocupación Nazi de Ucrania, un equipo formado por exjugadores del poderoso Dinamo de Kiev fueron obligados a jugar una serie de partidos contra diversos equipos alemanes. A pesar de las posibles consecuencias los jugadores vencieron todos y cada uno de los encuentros, ignorando advertencias y amenazas. Todos ellos fueron enviados a los campos de concentración, donde la mayoría murieron, algunos de ellos víctimas de los maltratos sufridos tras el último partido. Para quien quiera recordar el clímax de la película, o para quien no la haya visto pero no le molesten los spoilers (de finales previsibles), aquí están los últimos minutos del partido.

Finalmente, antes de terminar éste artículo, no quiero olvidarme de la que probablemente sea la mejor escena relacionada con el fútbol en la historia del cine. Se puede encontrar en “El secreto de sus ojos”, la cinta argentina de dos mil nueve ganadora del Oscar a la mejor película extranjera. Se trata de un plano secuencia de cinco minutos en el que el protagonista encuentra y persigue a un criminal en un estadio de fútbol durante un partido. Así que os dejo hasta el mes que viene con esta demostración de cómo hacer cine: El secreto de sus ojos – Plano secuencia.

Cita del mes:

[Hablando sobre El Monje]
Doc: Al parecer mató a veintitrés personas con sus propias manos.
Danny Meehan: Tal vez debería aprender karate.
Doc: Eso ocurrió antes de que empezara con el karate.

(Mean Machine, 2001)

Recomendación del mes: Evasión o victoria (John Huston), 1981

jueves, 17 de junio de 2010

La importancia de un buen comienzo

(Nota: La mayoría de los ejemplos mencionados durante el artículo incluyen un hipervínculo al fragmento en cuestión)

Tanto si estás escribiendo una novela, un guión o un artículo… rodando una película, un documental o un reportaje… sabes que el comienzo es fundamental. Durante los primeros minutos, tienes que enganchar a tu lector o a tu espectador y convencerle de que siga contigo hasta el final. En una sociedad en la que nadie es capaz de prestar atención a algo durante más de veinte segundos (la generación del spot ha sustituido a la del videoclip), en la que cambiar de contenido es tan fácil como pulsar un botón en el mando a distancia o en el ratón del ordenador, es muy difícil convencer a alguien para que te regale su tiempo y más aún para que te pague por él. Hablamos de la importancia de la primera impresión, como en la vida misma.

Cuando el cine nació allá por el año 1895 los directores sabían que no tenían que esforzarse mucho. Cualquier cosa que se moviera en aquella pantalla impresionaría tanto al público que, si no salían corriendo ante la perspectiva de ser atropellados por una locomotora, se quedarían clavados a sus asientos hasta el final de la proyección. Pero claro, toda novedad se convierte tarde o temprano en rutina, y entonces toca esforzarse para no desaparecer.

Uno de los primeros directores de cine que le vienen a uno a la cabeza cuando piensa en grandes arranques de películas es Orson Welles. Para hablar sobre su genialidad habría que dedicarle un artículo entero, pero para dar a entender su preocupación y cuidado por el comienzo de sus películas basta tanto con observar Ciudadano Kane como Sed de mal. En ésta es una exhibición de talento técnico lo que, en un plano secuencia de tres minutos y medio, deja a cualquier amante del cine entregado para el resto del metraje. En su obra maestra, sin embargo, no es tanto la técnica (que también) lo que engancha al espectador, sino el guión. La muerte de un personaje en apenas dos minutos y la palabra “Rosebud”, con su misterio, actúan como gancho y leit motiv para el resto de la película. Una manera obvia y genial de mantener al espectador pendiente. Tal vez a día de hoy estos detalles no parezcan gran cosa, pero no olvidemos de que nos referimos a dos películas rodadas en el 57 y en el 42 respectivamente.

Otro claro ejemplo de cómo despertar la curiosidad de la audiencia, y de nuevo con una muerte de por medio, sería El crepúsculo de los dioses de el gran Billy Wilder. Su protagonista, flotando muerto en una piscina, se dirige directamente al espectador comenzando a narrarle la historia de su vida, y de su. Curiosamente este principio fue un plan B, ya que la idea original de que el difunto William Holden dirigiera estas palabras a otro cadáver mientras ambos yacían en la morgue no fue del gusto de la Paramount.

Welles y Wilder habían descubierto que matar a un protagonista durante los primeros minutos podía ser una gran idea. Una idea copiada hasta la saciedad durante más de cincuenta años por decenas de directores de todos los pelajes (sin ir más lejos Scorsese en Casino).

No obstante, en aquellos tiempos eran unos pocos innovadores y genios los que se molestaban en arrancar sus obras con tanta fuerza. En general, durante las primeras décadas del cine y hasta prácticamente los sesenta, cualquier película comenzaba con unos interminables créditos que hoy en día harían a cualquier espectador cambiar de canal (o parar el reproductor del ordenador). De hecho, ni siquiera se molestaban en que estos créditos despertaran algún interés en el espectador y se limitaban a un montón de nombres sobre fondos planos. Sólo algunos directores como Alfred Hitchcock parecían tomarse la molestia de ofrecer algo un poco más trabajado (basta con ver los créditos iniciales de Vértigo o Psicosis)

Ya en los años sesenta, con la televisión comiéndole cada vez más terreno al cine, las películas comenzaron a cambiar. El cine empezaba a ser más dinámico y su competidora le sirvió tanto de motivación como de influencia. Además los años dorados de Hollywood se encaminaban a su fin y los todopoderosos estudios con su starsystem empezaban a dejar espacio a muchas otras producciones más o menos independientes. Las productoras tenían que ganarse a su público y tenían que hacerlo desde el principio.

¿Un nombre para ejemplificar ese salto cualitativo en los arranques de películas? Está claro: Stanley Kubrick. En el 62, los créditos de Teléfono rojo en los que un bombardero nuclear repostaba en el aire al ritmo de una canción de amor de los años treinta, tuvo que dejar a más de uno con los ojos como platos. Sus dos siguientes películas no se quedaron atrás. El plano detalle de los adolescentes pies de Sue Lyon mientras le pintan las uñas es toda una declaración de intenciones en Lolita. Así mismo, 2001 tiene uno de los comienzos más majestuosos del cine, con el atronador Así habló Zaratustra acompañando al sol emergiendo tras la Tierra en la inmensidad del espacio. Por supuesto Kubrick, del mismo modo que no perdió su genialidad a lo largo de las décadas siguientes, tampoco dejó de prestar atención a los arranques de sus películas. Basta con observar el inquietante arranque de La naranja mecánica, en el que un zoom de Malcolm McDowell dice más que cualquier línea de guión, o los geniales primeros nueve minutos de La chaqueta metálica con el monólogo del Sargento Hartman y su inolvidable: “En Texas solo hay vacas y maricones, recluta Cowboy, y tú no te pareces mucho a una vaca”.

Kubrick demostró que la música era definitivamente un factor determinante para construir un buen comienzo de película. Pero no simplemente el hecho de escoger una buena melodía garantiza un buen arranque (al fin y al cabo eso ya lo hacían en los cincuenta con sus créditos extralargos). Tal y como hizo él hay que buscar algo eligiendo esa música: la confusión que proviene del contraste, el gancho al combinarla con un buen montaje o simplemente transportar al espectador en el tiempo. En definitiva, es la combinación de esa música y las imágenes lo que puede despertar la atención del espectador. ¿Y qué es lo que puede llamar la atención en esas imágenes? Bueno, muchas veces es cuestión de técnica cinematográfica, como por ejemplo en El juego de Hollywood, donde Robert Altman emula al mismísimo Orson Welles con un plano secuencia inicial de nada menos que ocho minutos. Otras veces un buen montaje puede ser suficiente, como en Snatch. O simplemente colocar al comienzo de la película la secuencia más espectacular de todo el metraje, como sucede en Salvar al soldado Ryan (obviando los prescindibles primeros tres minutos pre-flashback). En ocasiones también ayuda probar con algo original, como ocurre en el arranque de El señor de la guerra, que nos presenta la “vida” de una bala en plano subjetivo.

Claro que no sólo la música y las imágenes pueden hacer destacar el comienzo de una película. Como sucederá durante el resto del metraje el guión puede, por no decir debe, ser fundamental. Son muchos los ejemplos, como Trainspotting, Gracias por fumar o Magnolia (cuya segunda escena es también toda una demostración de cómo hacer una presentación de personajes). Claro que si hablamos de la importancia del guión en el comienzo de las películas hay que hablar de dos nombres propios, dos directores que no dudan en arrancar varias de sus películas con extensos diálogos o monólogos, convencidos de que sus líneas tienen tanta calidad, tanta fuerza, que por sí mismos se bastan para meterse a los espectadores en el bolsillo. Hablo de Woody Allen y Quentin Tarantino, cuyos mejores arranques son probablemente los de Annie Hall y Reservoir Dogs (todo un icono del cine contemporáneo), sin olvidar Pulp Fiction o Manhattan.

Y como un buen comienzo no debe alargarse demasiado, porque se arriesga a espantar a la audiencia si no es lo suficientemente bueno, mencionaré tan sólo un par de ejemplos más antes de poner fin a este texto. ¿Y cuál es criterio para esta última elección? Pues básicamente dejar algo de espacio para las producciones no norteamericanas. Que nadie piense que Hollywwod tiene la exclusiva de los buenos arranques, y si no basta con ver los primeros minutos de Amélie y Ciudad de Dios.

Cita del mes: "Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor jodidamente grande. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige buena salud, colesterol bajo y seguro dental. Elige hipoteca a interés fijo. Elige un piso franco. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que emboban la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida... ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?" (Mark Renton, Trainspotting, 1996)

Recomendación del mes: Ciudadano Kane (Orson Welles), 1942


How I learned to stop worrying and love the cinema

Ése es el título de la columna que mensualmente, a partir de este junio, me he comprometido a escribir para la newsletter de la empresa (bueno, de mi oficina, con lo que la audiencia se reduce de 8000 lectores potenciales a unos 500). Obviamente, como su título indica y no podía ser de otra forma, el tema en cuestión va a ser el cine. No tengo ninguna estructura en mente, mi intención es que sea bastante heterogénea y varíe de mes en mes. Seguramente escribiré monográficos sobre algún director o alguna película, pero también hablaré de géneros, o de épocas o simplemente sobre lo que me apetezca hablar. En resumen, utilizaré este artículo semanal para intentar compartir con quién esté interesado mi amor por el cine. De ahí el título de la sección. Bueno, de ahí y de la clara referencia que supone. ¿Referencia a qué? Bueno, no te lo voy a decir. Si te vas a interesar por estos artículos deberías saberlo o intentar averiguarlo por ti mismo.

Como lógicamente tengo un límite de longitud que se me queda muy cortito la versión española de los artículos que publicaré aquí no se ajustara necesariamente a la versión inglesa que finalmente se utilizará. Vamos, que como soy un pesado aquí pondré la versión extendida de los mismos, siempre y cuando el tema me motive lo suficiente como para extenderme más.

lunes, 29 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (VI/Fin)

Lo primero que hizo Arseniy cuando vio aparecer en el horizonte nevado la inmensa sombra gris que era Moscú, fue consultar el reloj de bolsillo, como había hecho en cada una de las paradas del viaje. El tren, por increíble que pudiera parecer, había sido capaz de recorrer los más de mil kilómetros de tierras, bosques y montes helados en treinta y tres horas y cincuenta y siete minutos.

Había pasado la última hora en los aseos del tren. La verdad es que no era el cuarto de baño de su residencia de estudiantes, pero le pareció un lujo comparado con lo que tenía en el frente. Se había cambiado la camisa y los calcetines. Se había afeitado con la navaja evitando hacerse un solo corte. Se había peinado con agua y ahora tenía en la boca dos de las pastillas de menta que había comprado en la estación de Minsk. Tal vez no tuviera tan buen aspecto como cuando iba a recoger a Jekaterina a la puerta de la facultad pero, qué demonios, venía de la guerra.

Antes de que el tren parara Arseniy ya se encontraba de pie junto a la puerta de su vagón con el macuto a la espalda. Estaba nervioso, pero no quería parecerlo. Eso se lo dejaba a ella. Por lo que pudo ver a través de la estrecha ventanilla en el andén no había demasiada gente. Lo prefería así. Encontrar a Jekaterina sería más fácil. No podían permitirse perder ni un minuto buscándose.

En cuanto la puerta se abrió Arseniy bajó de un salto. Inspiró con fuerza el gélido aire moscovita y miró a su alrededor. Buscó el gorro morado de Jekaterina entre la gente. Se lo había regalado en su último cumpleaños y estaba seguro de que lo llevaría puesto. No había mucha gente, pero aún así no podía verla. Hacia el extremo derecho del andén apenas quedaban unos quince metros. Podía ver perfectamente que allí no estaba, así que se dirigió hacia la izquierda, casi corriendo entre las parejas abrazadas.

Cuando llegó al otro extremo del andén comenzó a deshacer sus pasos. Claro, Jekaterina habría estado esperando en el interior de la estación para evitar el frío. Al salir se habrían cruzado y ahora estaría buscándole. Volvió hasta el centro del andén, a la altura de la puerta de entrada y subió un par de escalones del vagón para poder ver mejor. Apenas quedaba gente ahí fuera y el no veía el gorro morado, el cabello rubio ni los ojos grandes y brillantes. No veía los labios que él había venido a besar. No estaban ahí. No le estaba esperando.

Se habrá retrasado, pensó. Habrá tenido algún problema y no habrá podido llegar a tiempo. Se lo estuvo repitiendo una y otra vez a sí mismo mientras esperaba de pie en el peldaño, con el macuto en la mano derecha y el reloj de bolsillo en la izquierda. Se lo dijo a sí mismo una y otra vez durante los siguientes minutos. Aparecerá en cualquier momento. Vendrá corriendo, sofocada y me pedirá perdón mil veces. Y a mí me dará igual verla tan sólo durante quince minutos. Porque podré verla. Podré besarla y podré decirle que la quiero. Y se lo repitió una y otra vez aunque sabía que no era cierto. Ella no se retrasaría. Ella nunca llegaría tarde en una situación como ésa. Ella no iba a venir.

A las cinco menos diez de la tarde de aquél veintitrés de enero de mil novecientos cuarenta y cinco, mientras los nuevos pasajeros con destino Viazma, o Minsk o Varsovia le empujaban al entrar en el vagón, Arseniy Sozinov, soldado ruso de veinte años de edad, dejó caer su reloj a las vías y supo que jamás le volvería a importar el tiempo.

jueves, 25 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (V)

El tren se detuvo en la estación de Viazma. Era la última parada del viaje antes de llegar a Moscú. Esta vez Arseniy no se movió. Prefirió quedarse en su compartimento, con las piernas recogidas y la frente apoyada en el cristal helado.

Mujeres y niños recibían con risas y abrazos a los hombres que bajaban de los cinco vagones. Era injusto. No reconocía ninguna de sus caras. Al contrario que él estaban bien afeitados y no tenían ojeras. ¿Por qué ellos tenía derecho a ver a sus familias, a sus mujeres, después de tan sólo unos cientos de kilómetros de viaje? ¿Por qué podían tomarlas del brazo y caminar con calma hacia la salida de la estación? Ellos pasarían esa noche juntos en una cama. Él estaría en ese mismo vagón. Volviendo a Polonia.

Pensó en Jekaterina. En su pelo rubio y largo. En sus ojos grandes, redondos y brillantes. Pensó en cómo sonreiría al verle bajar al andén y correría hacia él, incapaz de comportarse como una señorita. No era justo, pero para ella tampoco lo era. No podía dejarse llevar por la frustración, por la tristeza y la rabia y estropear la única hora que tendrían para resarcir seis meses. En esos sesenta minutos tendría que condensar todo lo que le gustaría haber hecho con ella durante medio año. Ya no podrían recuperar ese tiempo robado. No podrían compensar las veces que dejaron de ir a una cafetería o acudir al teatro. De pasear por el parque o besarse por la noche en un portal. ¿Cómo imaginar cuántos libros había dejado de leer y recomendarle en ese tiempo? ¿Qué anécdotas resultarían ahora extrañas en lugar de comunes? ¿Cuántas conversaciones que hubieran tenido no tendrían ya jamás? Una hora no podía ser suficiente para recuperar todo lo perdido, pero tendría que serlo para demostrar que toda esa pérdida, que toda esa espera y ese vacío habían valido la pena. Tal vez tardaran otros seis meses en verse. Tal vez no volvieran a verse nunca. Pero Arseniy tenía una cosa clara. Cuando él se despidiera para volver a subir al tren, Jekaterina debía sentir que tenía sentido esperar ciento ochenta días más. Aunque fuera para una hora. Aunque fuera para nada. En sesenta minutos Arseniy tenía que demostrarle que era la mujer más querida del mundo, y que nada, nadie, ni la guerra ni la muerte cambiarían eso.

Arseniy lloraba cuando el tren abandonó lentamente el andén

***

miércoles, 24 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (IV)

Tal vez en otras circunstancias un viaje en tren de treinta horas habría agotado a Arseniy. Pero ese mes de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco el joven soldado ni siquiera pensaba en ello. Ese viaje en realidad no existía como tal, no era más que un trámite a dónde él estaba en realidad desde que recibiera la notificación dos días atrás. Dos días. Ese era el tiempo que había transcurrido desde entonces, pero a Arseniy le parecían años. Sus camaradas. El ruido de las bombas y los disparos. Las noches al raso detrás de un muro sin poder siquiera encender un fuego. Todo eso le parecía a Arseniy parte de otra vida que iba dejando atrás mientras veía pasar por la ventanilla cientos de kilómetros de bosques nevados interrumpidos muy de vez en cuando por pequeños pueblos y ciudades destruidas. Minsk, Orsha, Smolensk…

Arseniy veía subir y bajar gente del tren en cada estación. Se preguntaba si en otros compartimentos quedaría algún otro de los soldados que empezaron viaje Varsovia. Seguramente no. Ni siquiera el revisor que le preguntaba nombre y apellido en cada parada seguía siendo el mismo. Habían pasado veintiséis horas. Si sus cálculos eran correctos debían de estar a punto de alcanzar los mil kilómetros recorridos. Eso significaba que Moscú y Jekaterina se encontraban a tan sólo trescientos kilómetros.

Trescientos kilómetros. No pudo evitar pensar en lo que hubieran sido esos tres días de permiso de haber estado luchando a trescientos kilómetros de casa. Podría haber pasado dos días con Jekaterina. Cuarenta y ocho horas. Eso era casi una vida. Hubieran tenido tiempo incluso para dejar de mirarse, porque sabrían que después de cada hora llegaría otra en la que estarían juntos. Podrían pensar en lo que estuvieran haciendo, en lugar de en lo que no podrían hacer. Sí, podrían disfrutar de su encuentro, en lugar de vivir su separación.

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martes, 23 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (III)

A la mañana siguiente el tren comenzó a andar a su hora exacta. Una buena señal. Arseniy se había encerrado en un compartimento en el que poder estar solo. No había mucha más gente en el tren. Unos cuantos soldados y muy pocos civiles. No quería hablar con nadie. Acababan de comenzar sus setenta y dos horas de permiso y eran para él y Jekaterina. Tal vez sólo les permitieran pasar una hora juntos, pero él iba a dedicarle cada uno de los minutos de esos tres días.

Querida Jekaterina. Por fin permiso. Pronto estaré Moscú. Martes 23 enero 4pm. Estación Belorussky. Tuyo Arseniy.

Esas eran las palabras que había incluido en el telegrama. ¿Había hecho bien? ¿Cuándo se lo iba a decir? No quería pasar esa hora con una mujer enfadada y triste, con una mujer llorando y gritando sin cesar. Al menos ahora le recibiría con lágrimas de alegría. ¿Pero, por cuánto tiempo? Había que retrasar el momento lo más posible y decírselo cuando ya fuera inevitable. No estaba siendo un cobarde. Era lo mejor. Estaba seguro. A ratos.

Sin darse cuenta empezó a quedarse dormido. Las dos noches anteriores casi no había descansado, pero ahora ya estaba en el tren. Todas las decisiones estaban tomadas y sólo le quedaba esperar. Esperar a que esa inmensa máquina recorriera los mil doscientos sesenta y seis kilómetros que le separaban del beso y el abrazo que llevaba imaginando seis meses.

Un golpe despertó a Arseniy. El tren estaba parando. Con la manga de la chaqueta dibujó un círculo a través del que poder observar en la ventanilla empañada. Casas de piedra medio derruidas comenzaban a aparecer entre los árboles. Pronto las construcciones aisladas pasaron a formar una ciudad. Arseniy consultó la hora en su reloj de bolsillo. Eran las doce y veintiún minutos. El tren realizaba su primera parada, en la estación de Brest, a la hora prevista. Volvía a encontrarse en suelo soviético y, para su tranquilidad, esa mole de metal y madera había conseguido atravesar media Polonia sobre la nieve y el hielo sin retraso alguno. Mientras se abrochaba las botas para bajar al andén y estirar las piernas no pudo contener una sonrisa y recordó la última conversación que había tenido antes de abandonar Varsovia. El destino había querido que Zukov le viera paseando nervioso por la estación de tren.

—¿Que qué pasa si hay un retraso? ¿Tú qué crees chico? ¿Que puedes volver un día más tarde al frente? Esto no es una excursión de la escuela muchacho. Si a mitad de viaje ves que las horas no encajan, tendrás que bajarte en la siguiente parada y tomar el primer tren de vuelta hacia Varsovia.

—¿Volver? ¿A mitad de viaje?

—Bueno, tampoco tienes porqué tirar a la basura tus días libres. Con un poco de suerte podrías quedarte en Minsk bastantes horas. Tal vez un día entero. Muchos de los que suban a tu tren lo harán para eso. Yo mismo me lo pensaría si no tuviera unos parientes en Kiev.

Se alegraba de haber pasado ese primer tramo dormido. Todo iba bien, y si lo pero se había superado podía permitirse ser optimista. En el fondo sabía que nada malo podía ocurrir. Sabía que el martes a las cuatro de la tarde tendría a Jekaterina entre sus brazos y nada ni nadie podía evitarlo.

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martes, 16 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (II)

Arseniy no contaba con un detalle cuando por la mañana se dirigió al centro de información. Mientras pensaba en las palabras que incluiría en el telegrama hizo cola en un gigantesco vestíbulo blanco. El mármol parecía una extensión de la nieve, y el frío se colaba por un boquete de la pared. Cuando llegó su turno un soldado con aspecto de oficinista le mandó al piso de arriba, donde otra cola le hizo preguntarse si tendría tiempo de enviar el telegrama antes de que sus compañeros terminaran el desayuno. Perderse el café no era una buena opción.

Sacó una vez más la manoseada notificación del bolsillo de su abrigo. Se sabía las palabras de memoria, pero le aterraba cometer algún error.

—Hola muchacho

El hombre que le precedía en la cola le sacó de sus pensamientos. A Arseniy no le apetecía hablar, pero cinco minutos después ya sabía que ese hombre se apellidaba Zukov. Llevaba más de dos años en el frente. Había nacido, crecido y luchado en Stalingrado y se disponía a disfrutar de su cuarto permiso. No era de los que necesita mucho para mantener una conversación y Arseniy terminó por dejarse llevar.

—¿Y va usted a viajar a Stalingrado?

—Chico, ¿tú no eres muy listo no? Aunque me quedara alguien allí, tres días no serían suficientes.

—¿Por qué no? Son setenta y dos horas. Yo voy a Moscú. Mi novia está allí. Tendremos casi medio día para estar juntos.

—¿Setenta y dos horas? Veo que el frío no te ha espabilado y los muertos no han podido con tu romanticismo. - Zukov le dio unas palmaditas en el hombro.- Chico, ¿se te ha ocurrido pensar en los horarios de los trenes? ¿O crees que te van a poner uno a ti solito para ir a tomar café con pastas con tu novia?

El horario de los trenes. ¿Cómo no lo había pensado? Después de pasar la noche en vela haciendo cálculos y planes, no se le había ocurrido pensar en ese detalle que ahora podía arruinar todos sus planes.

Arseniy salió cabizbajo de la gran sala en la que tres hombres grises ayudaban a los soldados a organizar sus desplazamientos. La información había sido clara y concisa. La ruta Varsovia-Moscú estaba cubierta por un tren diario. Contando las paradas y algún posible retraso el trayecto solía rondar el día y medio. Treinta y cuatro horas, sobre el papel. El tren partía de Varsovia todos los días a las seis de la mañana. Llegaba a Moscú a las cuatro de la tarde del día siguiente y era esa misma máquina la que, una hora más tarde, emprendía el trayecto de vuelta hacia Polonia. Arseniy habría querido preguntar, discutir. Habría querido gritar y zarandear a ese tipo. Pero sabía que nada cambiaría.

¿Qué iba a decirle a Jekaterina? ¿Cómo iba a explicarle que después de seis meses sin verse, después de ciento ochenta días durante los que la imaginaba preguntándose por su vida, apenas tendrían una hora para estar juntos? No podía hacer eso. No había palabras para describir la rabia que sentía, la impotencia. Y no quería que ella se sintiera igual, así que tomó una decisión de la que se fue convenciendo camino a la sala de telégrafos.

El resto del día fue tranquilo. Después de reincorporarse a su destacamento, se dedicó a lo mismo que llevaba haciendo dos días: recorrer interminables calles blancas y examinar edificios medio derruidos en busca de nazis rezagados o escondidos. Y mientras entraba y salía de esas ruinas rellenas de cadáveres helados, no dejaba de preguntarse la mejor manera de aprovechar los sesenta minutos que tendría con Jekaterina. Era imposible imaginar qué hacer en tan poco tiempo. Por suerte o por desgracia tendía por delante treinta y cuatro horas de viaje para pensar en ello.

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lunes, 15 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (I)


Cuando Arseniy recibió aquella cuartilla mecanografiada con el sello del alto mando la nieve cubría las calles de Varsovia hasta muy por encima de los tobillos.

A Arseniy no le gustaba el vodka. Eso no significaba que no lo bebiera. Simplemente prefería no unirse a los grupos de camaradas que pasaban las horas muertas consumiéndolo compulsivamente. Como casi todas las noches estaba solo, sentado junto a un pequeño fuego a unos metros de sus compañeros. Cuando empezó a oír los gritos y las risas de algunos de ellos, se acercó y vio al oficial Krupko de pie junto a ellos.

Sozinov – Fue todo lo que dijo mientras extendía hacia él su mano derecha entregándole el papel –. Enhorabuena.

Consultó la fecha en el encabezamiento de la carta. Si ese día era veinte significaba que el diecisiete de enero de mil novecientos cuarenta y cinco, apenas setenta y dos horas antes, pasaría a la Historia como el día en que él, rodeado de cientos de camaradas, había liberado Varsovia de la plaga nazi que ahora se replegaba hacia la frontera Oeste de Polonia. Formar parte de la Historia era una de las razones que habían impulsado a un estudiante de literatura de veinte años a seguir ciegamente las órdenes de sus superiores y vivir en un ciclo continuo que incluía tan sólo cuatro acciones: avanzar, matar, comer y dormir. A las pocas semanas, esa vocación había sido sustituida por el simple impulso de la supervivencia.

Mientras veía alejarse al oficial algunos de los muchachos le dieron palmadas en la espalda brindando con sus vasos de latón. Al parecer no era el único que había recibido esa notificación. Volkov y Permin también las tenían en la mano mientras se dejaban llevar por la alegría general. No tuvo que pasar del encabezamiento para entender que tenía entre manos la notificación de su primer permiso desde que partiera de Moscú. Sin querer celebrarlo con esos compañeros a los que podía confiar su vida pero no sus pensamientos volvió junto a la pequeña hoguera.

Leyó una y otra vez el papel:

Estimado camarada Sozinov, como recompensa a su inconmensurable entrega hacia nuestra patria durante los últimos seis meses, nos enorgullece comunicarle que el próximo veintidós de enero de 1945 dispondrá usted de tres días de permiso, teniendo que reincorporarse al frente el día veinticinco de enero de 1945.

Las primeras dos veces Arseniy no pudo evitar una sonrisa de orgullo. Incluso de felicidad. Fue sólo al leer el comunicado por tercera vez, cuando reparó en lo que esa carta significaba. Llevaba semanas esperándola, pero… ¿tres días? ¿Después de seis meses matando del amanecer al anochecer, aquéllos que conseguían sobrevivir recibían tres días libres? Además, se encontraba a más de mil kilómetros de casa. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con setenta y dos horas de libertad?

Pensó que tal vez habría algún error. Al fin y al cabo las dos fechas estaban escritas a mano, al contrario que el resto de la nota mecanografiada y al igual que su apellido. Puede que todo fuera una absurda equivocación, así que volvió a levantarse y se acercó a sus camaradas. Algunos dormían ya sobre sus mantas, medio destapados a pesar de las temperaturas bajo cero.

Media hora más tarde Arseniy paseaba sobre la nieve, entre los escombros y los cadáveres. Necesitaba pensar y no podía hacerlo rodeado de ronquidos, risas y gemidos. Los borrachos y los heridos no eran la mejor compañía para la reflexión. Y tenía mucho en lo que pensar.

Al contrario de lo que esperaba sus compañeros le habían confirmado que la notificación era correcta. ¿Qué esperaba? ¿Un mes de vacaciones como cuando era estudiante? Podía sentirse afortunado de poder alejarse del frente durante unos pocos días. Por lo menos sabía que en esos días no le matarían. Sólo tenía que retroceder unos cuantos kilómetros hacía la frontera con Rusia y quedarse en algún pueblo pequeño, donde por unas pocas monedas podría comer bien y dormir caliente y acompañado. ¿Volver a Moscú? ¿En qué estaba pensado? Estaban demasiado lejos. A mil doscientos sesenta y seis kilómetros, como se permitió apuntar Talesnik en uno de sus habituales ataques de inútil erudición. El tren tardaría por lo menos unas treinta horas. Eso sin contar con los retrasos que pudiera sufrir intentando cruzar el este de Europa en mitad de la guerra.

Arseniy no podía dejar de repetir esas cifras en su cabeza. Tres días. Setenta y dos horas. Treinta horas. Sesenta horas. Apenas tendría doce para estar en Moscú, para ver a Jekaterina. Para abrazarla, para besarla… para hablar con ella y mirarle a los ojos. Era poco, pero al menos podría pasar una tarde con ella, o una mañana. Quién sabe, tal vez una noche.

Por la mañana organizaría todo lo relacionado con el viaje y después acudiría al puesto del telégrafo para enviarle el mensaje.

No tenía ni idea de dónde se encontraba cuando volvió a la realidad. Todo estaba oscuro. Hasta la nieve parecía negra. Tardó un buen rato en encontrar a una pareja de soldados de guardia que le indicaron cómo volver a la zona en la que su regimiento apuraba las últimas horas de sueño antes de otro mal día.

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