miércoles, 30 de diciembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (IX)

Cuando se despertó Roberto tenía la impresión de que habían transcurrido días desde la última vez que sus ojos habían estado abiertos. Tenía la boca pastosa y el cuello le dolía tanto como los días en que pasaba demasiadas horas observando desde la cocina a la joven pareja con la que compartía planta y patio interior. Aún sentado en una pequeña banqueta tenía que inclinarse bastante para poder observar por la rendija que quedaba entre el alfeizar de la ventana y la persiana casi bajada. Pero era el espectáculo más íntimo y cercano que podía presenciar. Lástima que la cocina no diera en general demasiado juego.

Mientras hacía un gran esfuerzo para incorporarse, siguió pensando en Sandra y Héctor. Eran buenos chicos. En casi dos años compartiendo tabique nunca le habían causado ningún problema, y siempre eran muy amables cuando coincidían esperando el ascensor. Él más serio y silencioso. Ella casi siempre jovial y dispuesta a mantener una entusiasta y breve conversación sobre el tema más irrelevante. Un entusiasmo que parecía conservar en otras facetas de su vida y en las que él también parecía silencioso, por lo que Roberto podía deducir gracias a la baja calidad del muro que separaba sus dormitorios.

Una voz femenina, casi un susurro, devolvió a Roberto a su apartamento, sacándole de los recuerdos de su antiguo dormitorio, parte de una vida que parecía ya más sueño que realidad. Roberto, ya en pie y apoyado en la pared, aguzó el oído para intentar captar de nuevo la voz. Cuando ya pensaba que no había sido más que su imaginación una palabra volvió a sonar en la habitación. “Roberto”. Sí, ésta vez estaba seguro. Una mujer, como desde muy lejos, le llamaba. Se giró hacia la derecha, de donde parecía provenir. Y una tercera vez volvió a escucharlo. “Roberto” Era como si aquella cara deforme, esa especie de espectro con pinta de extraterrestre, dijera su nombre con voz de mujer desde lo más profundo de esa boca anormalmente abierta. ¿Pero por qué podía ver ese rostro una vez más? La habitación estaba completamente a oscuras. Hacía días que no había tenido que enfrentarse a la agobiante obra de Munch, casi desde que lo descolgara para dejarlo permanentemente en el suelo, como los otros. Pero… había luz. Sí, ya no era oscuridad total. Algo de luz se filtraba en la estancia a través del agujero que se encontraba sobre el cuadro. Entonces, una vez más, su nombre llegó a sus oídos. Sólo que esta vez con mucha más fuerza que las anteriores. La suficiente como para que Roberto entendiera que alguien le estaba llamando desde el otro lado del muro.

domingo, 27 de diciembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (VIII)


Todo lo que se permitió a sí mismo como reacción a ese sonido fue girar la cabeza ligeramente hacia esa otra pared. Ni siquiera lo suficiente como para observarla de frente, sino tan solo por el rabillo del ojo mientras trataba de aguzar su oído lo más posible para interpretar los sonidos siguientes al de esa puerta. Y la verdad es que no tuvo que esforzarse mucho, ya que el silencio absoluto de su apartamento se vio de pronto alterado por el ruido de pasos (algunos inconfundiblemente de tacones), risas y conversaciones cruzadas. De pronto todo pasó a estar acompañado por una música machacona que hizo temblar el lienzo que se apoyaba en la pared. Ricardo se acercó a ella gateando y se irguió lo suficiente para poder observar por el agujero.


Acostumbrado a la oscuridad y la falta de estímulos visuales Ricardo se giró rápidamente apoyando la espalda contra la pared y cerrando los ojos con fuerza. La luz, el movimiento, el ruido… Un gran mareo invadió su cabeza. Tras respirar profundamente un par de veces volvió a abrir los ojos y, poco a poco, volvió a apoyar su frente en la pared. Lo que veía al otro lado parecía un mal anuncio de televisión, de esos hechos en España intentando ser un principio de capítulo de CSI Nueva York. En un amplio salón estrafalariamente decorado un número indeterminado de personas entraban y salían de su campo visual dándole apenas tiempo de estudiar sus rostros. Ellas, jóvenes y delgadas, se movían como sólo había visto hacer a algunas bailarinas de videoclips, sólo que menos acompasadamente y más, cómo decirlo, como putas en celo. Ellos, treintañeros de largo, parecían valorar a las descontroladas chicas con la misma atención con la que uno de ellos observaba el reloj de muñeca que otro le enseñaba. Todos llevaban trajes oscuros, alguno de ellos satinado, y el pelo aplastado por la gomina. Y cada uno de ellos sostenía en su mano derecha un vaso bajo y ancho que Roberto, instruido por cientos de tardes invertidas en salas de cine, interpretó como whisky. ¿Realmente existía esa gente? Hombres con camisas granates o moradas y corbatas de seda, que inclinaban la cabeza para ver unos milímetros de más bajo los vestidos de unas veinteañeras pasadas de vueltas. Roberto se consideraba un experto sociólogo de campo, y desde luego nunca se había encontrado con algo como eso. Claro que tal vez el metro o la calle no fueran los hábitats naturales de esos elementos.


Por un momento se encontró a gusto, en su salsa, observando a los machitos darse codazos entre sí mientras se recreaban en la piel morena de sus dudosas amigas. Observar observar era uno de los placeres favoritos de Roberto. Hay pocas cosas más entretenidas que ver pasar a una mujer atractiva por la calle y, en lugar de fijarse en ella, prestar atención a aquéllos que se cruzan con ella. Especialmente si éstos van a su vez acompañados y han de arreglárselas para hacerlo con (lamentable) disimulo. Es por ello que poder estudiar a esa panda de hienas le mantuvo distraído hasta que un potente “Aquí estoy” fue acompañado por los vítores de varios de los hombres. Un segundo antes de que la persona que había dicho esas palabras apareciera en la habitación Roberto ya sabía quién iba a cruzar esa puerta. Así mismo, la confianza con la que entró en la habitación con la bolsa de plástico en la mano derecha mientras subía el volumen de la música con el pequeño mando blanco de la mano izquierda le dieron a entender que él era el anfitrión de la fiesta. Él. Roberto Orlino, o una versión adelgazada, repeinada y morena de sí mismo. Iba acompañado de otra persona que no tardó en reconocer, a pesar de no haberle visto en años. Se trataba de Soler, un compañero de universidad con el que tuvo gran amistad durante los primeros años de carrera. Después, mientras los excesos de uno iban en aumento los del otro iban desapareciendo. Soler era de los que experimentaban, Roberto de los que observaban. Sin ninguna pelea o roce aparente la relación entre ambos se fue enfriando hasta desaparecer, aunque de una manera u otra la información sobre el triunfal hombre de negocios no dejó de llegar al aburrido oficinista.


El Roberto Orlino gordo, pálido, despeinado, sucio y desnudo sólo pudo aguantar el espectáculo durante un par de minutos más. Lo suficiente para ver cómo su alterego sacaba de una elegante caja de madera oscura varios tubitos metálicos (¿o sería plata?) que empezó a repartir entre sus amigos. Las chicas, como niños que interrumpen sus juegos en una fiesta de cumpleaños al ver aparecer los sándwiches de nocilla, habían parado de bailar, y ocupaban la primera fila ante la gran mesa de cristal en la que empezó a vaciarse el contenido de la bolsa.


Roberto, golpeado por un insoportable dolor de cabeza, fue resbalando por la pared hasta quedar tendido boca abajo sobre la moqueta, en la que se enterró parte de su boca absorbiendo la saliva que ni siquiera pensaba en tragar. Todo su cuerpo recibía aún el ritmo de la música a través de su coronilla, todavía en contacto con la pared. Sus brazos, extendidos como los de un Cristo, dejaban las sudadas palmas de las manos vueltas hacia el techo. No entendía nada. En ese momento Roberto se hizo pis.