lunes, 29 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (VI/Fin)

Lo primero que hizo Arseniy cuando vio aparecer en el horizonte nevado la inmensa sombra gris que era Moscú, fue consultar el reloj de bolsillo, como había hecho en cada una de las paradas del viaje. El tren, por increíble que pudiera parecer, había sido capaz de recorrer los más de mil kilómetros de tierras, bosques y montes helados en treinta y tres horas y cincuenta y siete minutos.

Había pasado la última hora en los aseos del tren. La verdad es que no era el cuarto de baño de su residencia de estudiantes, pero le pareció un lujo comparado con lo que tenía en el frente. Se había cambiado la camisa y los calcetines. Se había afeitado con la navaja evitando hacerse un solo corte. Se había peinado con agua y ahora tenía en la boca dos de las pastillas de menta que había comprado en la estación de Minsk. Tal vez no tuviera tan buen aspecto como cuando iba a recoger a Jekaterina a la puerta de la facultad pero, qué demonios, venía de la guerra.

Antes de que el tren parara Arseniy ya se encontraba de pie junto a la puerta de su vagón con el macuto a la espalda. Estaba nervioso, pero no quería parecerlo. Eso se lo dejaba a ella. Por lo que pudo ver a través de la estrecha ventanilla en el andén no había demasiada gente. Lo prefería así. Encontrar a Jekaterina sería más fácil. No podían permitirse perder ni un minuto buscándose.

En cuanto la puerta se abrió Arseniy bajó de un salto. Inspiró con fuerza el gélido aire moscovita y miró a su alrededor. Buscó el gorro morado de Jekaterina entre la gente. Se lo había regalado en su último cumpleaños y estaba seguro de que lo llevaría puesto. No había mucha gente, pero aún así no podía verla. Hacia el extremo derecho del andén apenas quedaban unos quince metros. Podía ver perfectamente que allí no estaba, así que se dirigió hacia la izquierda, casi corriendo entre las parejas abrazadas.

Cuando llegó al otro extremo del andén comenzó a deshacer sus pasos. Claro, Jekaterina habría estado esperando en el interior de la estación para evitar el frío. Al salir se habrían cruzado y ahora estaría buscándole. Volvió hasta el centro del andén, a la altura de la puerta de entrada y subió un par de escalones del vagón para poder ver mejor. Apenas quedaba gente ahí fuera y el no veía el gorro morado, el cabello rubio ni los ojos grandes y brillantes. No veía los labios que él había venido a besar. No estaban ahí. No le estaba esperando.

Se habrá retrasado, pensó. Habrá tenido algún problema y no habrá podido llegar a tiempo. Se lo estuvo repitiendo una y otra vez a sí mismo mientras esperaba de pie en el peldaño, con el macuto en la mano derecha y el reloj de bolsillo en la izquierda. Se lo dijo a sí mismo una y otra vez durante los siguientes minutos. Aparecerá en cualquier momento. Vendrá corriendo, sofocada y me pedirá perdón mil veces. Y a mí me dará igual verla tan sólo durante quince minutos. Porque podré verla. Podré besarla y podré decirle que la quiero. Y se lo repitió una y otra vez aunque sabía que no era cierto. Ella no se retrasaría. Ella nunca llegaría tarde en una situación como ésa. Ella no iba a venir.

A las cinco menos diez de la tarde de aquél veintitrés de enero de mil novecientos cuarenta y cinco, mientras los nuevos pasajeros con destino Viazma, o Minsk o Varsovia le empujaban al entrar en el vagón, Arseniy Sozinov, soldado ruso de veinte años de edad, dejó caer su reloj a las vías y supo que jamás le volvería a importar el tiempo.

jueves, 25 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (V)

El tren se detuvo en la estación de Viazma. Era la última parada del viaje antes de llegar a Moscú. Esta vez Arseniy no se movió. Prefirió quedarse en su compartimento, con las piernas recogidas y la frente apoyada en el cristal helado.

Mujeres y niños recibían con risas y abrazos a los hombres que bajaban de los cinco vagones. Era injusto. No reconocía ninguna de sus caras. Al contrario que él estaban bien afeitados y no tenían ojeras. ¿Por qué ellos tenía derecho a ver a sus familias, a sus mujeres, después de tan sólo unos cientos de kilómetros de viaje? ¿Por qué podían tomarlas del brazo y caminar con calma hacia la salida de la estación? Ellos pasarían esa noche juntos en una cama. Él estaría en ese mismo vagón. Volviendo a Polonia.

Pensó en Jekaterina. En su pelo rubio y largo. En sus ojos grandes, redondos y brillantes. Pensó en cómo sonreiría al verle bajar al andén y correría hacia él, incapaz de comportarse como una señorita. No era justo, pero para ella tampoco lo era. No podía dejarse llevar por la frustración, por la tristeza y la rabia y estropear la única hora que tendrían para resarcir seis meses. En esos sesenta minutos tendría que condensar todo lo que le gustaría haber hecho con ella durante medio año. Ya no podrían recuperar ese tiempo robado. No podrían compensar las veces que dejaron de ir a una cafetería o acudir al teatro. De pasear por el parque o besarse por la noche en un portal. ¿Cómo imaginar cuántos libros había dejado de leer y recomendarle en ese tiempo? ¿Qué anécdotas resultarían ahora extrañas en lugar de comunes? ¿Cuántas conversaciones que hubieran tenido no tendrían ya jamás? Una hora no podía ser suficiente para recuperar todo lo perdido, pero tendría que serlo para demostrar que toda esa pérdida, que toda esa espera y ese vacío habían valido la pena. Tal vez tardaran otros seis meses en verse. Tal vez no volvieran a verse nunca. Pero Arseniy tenía una cosa clara. Cuando él se despidiera para volver a subir al tren, Jekaterina debía sentir que tenía sentido esperar ciento ochenta días más. Aunque fuera para una hora. Aunque fuera para nada. En sesenta minutos Arseniy tenía que demostrarle que era la mujer más querida del mundo, y que nada, nadie, ni la guerra ni la muerte cambiarían eso.

Arseniy lloraba cuando el tren abandonó lentamente el andén

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miércoles, 24 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (IV)

Tal vez en otras circunstancias un viaje en tren de treinta horas habría agotado a Arseniy. Pero ese mes de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco el joven soldado ni siquiera pensaba en ello. Ese viaje en realidad no existía como tal, no era más que un trámite a dónde él estaba en realidad desde que recibiera la notificación dos días atrás. Dos días. Ese era el tiempo que había transcurrido desde entonces, pero a Arseniy le parecían años. Sus camaradas. El ruido de las bombas y los disparos. Las noches al raso detrás de un muro sin poder siquiera encender un fuego. Todo eso le parecía a Arseniy parte de otra vida que iba dejando atrás mientras veía pasar por la ventanilla cientos de kilómetros de bosques nevados interrumpidos muy de vez en cuando por pequeños pueblos y ciudades destruidas. Minsk, Orsha, Smolensk…

Arseniy veía subir y bajar gente del tren en cada estación. Se preguntaba si en otros compartimentos quedaría algún otro de los soldados que empezaron viaje Varsovia. Seguramente no. Ni siquiera el revisor que le preguntaba nombre y apellido en cada parada seguía siendo el mismo. Habían pasado veintiséis horas. Si sus cálculos eran correctos debían de estar a punto de alcanzar los mil kilómetros recorridos. Eso significaba que Moscú y Jekaterina se encontraban a tan sólo trescientos kilómetros.

Trescientos kilómetros. No pudo evitar pensar en lo que hubieran sido esos tres días de permiso de haber estado luchando a trescientos kilómetros de casa. Podría haber pasado dos días con Jekaterina. Cuarenta y ocho horas. Eso era casi una vida. Hubieran tenido tiempo incluso para dejar de mirarse, porque sabrían que después de cada hora llegaría otra en la que estarían juntos. Podrían pensar en lo que estuvieran haciendo, en lugar de en lo que no podrían hacer. Sí, podrían disfrutar de su encuentro, en lugar de vivir su separación.

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martes, 23 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (III)

A la mañana siguiente el tren comenzó a andar a su hora exacta. Una buena señal. Arseniy se había encerrado en un compartimento en el que poder estar solo. No había mucha más gente en el tren. Unos cuantos soldados y muy pocos civiles. No quería hablar con nadie. Acababan de comenzar sus setenta y dos horas de permiso y eran para él y Jekaterina. Tal vez sólo les permitieran pasar una hora juntos, pero él iba a dedicarle cada uno de los minutos de esos tres días.

Querida Jekaterina. Por fin permiso. Pronto estaré Moscú. Martes 23 enero 4pm. Estación Belorussky. Tuyo Arseniy.

Esas eran las palabras que había incluido en el telegrama. ¿Había hecho bien? ¿Cuándo se lo iba a decir? No quería pasar esa hora con una mujer enfadada y triste, con una mujer llorando y gritando sin cesar. Al menos ahora le recibiría con lágrimas de alegría. ¿Pero, por cuánto tiempo? Había que retrasar el momento lo más posible y decírselo cuando ya fuera inevitable. No estaba siendo un cobarde. Era lo mejor. Estaba seguro. A ratos.

Sin darse cuenta empezó a quedarse dormido. Las dos noches anteriores casi no había descansado, pero ahora ya estaba en el tren. Todas las decisiones estaban tomadas y sólo le quedaba esperar. Esperar a que esa inmensa máquina recorriera los mil doscientos sesenta y seis kilómetros que le separaban del beso y el abrazo que llevaba imaginando seis meses.

Un golpe despertó a Arseniy. El tren estaba parando. Con la manga de la chaqueta dibujó un círculo a través del que poder observar en la ventanilla empañada. Casas de piedra medio derruidas comenzaban a aparecer entre los árboles. Pronto las construcciones aisladas pasaron a formar una ciudad. Arseniy consultó la hora en su reloj de bolsillo. Eran las doce y veintiún minutos. El tren realizaba su primera parada, en la estación de Brest, a la hora prevista. Volvía a encontrarse en suelo soviético y, para su tranquilidad, esa mole de metal y madera había conseguido atravesar media Polonia sobre la nieve y el hielo sin retraso alguno. Mientras se abrochaba las botas para bajar al andén y estirar las piernas no pudo contener una sonrisa y recordó la última conversación que había tenido antes de abandonar Varsovia. El destino había querido que Zukov le viera paseando nervioso por la estación de tren.

—¿Que qué pasa si hay un retraso? ¿Tú qué crees chico? ¿Que puedes volver un día más tarde al frente? Esto no es una excursión de la escuela muchacho. Si a mitad de viaje ves que las horas no encajan, tendrás que bajarte en la siguiente parada y tomar el primer tren de vuelta hacia Varsovia.

—¿Volver? ¿A mitad de viaje?

—Bueno, tampoco tienes porqué tirar a la basura tus días libres. Con un poco de suerte podrías quedarte en Minsk bastantes horas. Tal vez un día entero. Muchos de los que suban a tu tren lo harán para eso. Yo mismo me lo pensaría si no tuviera unos parientes en Kiev.

Se alegraba de haber pasado ese primer tramo dormido. Todo iba bien, y si lo pero se había superado podía permitirse ser optimista. En el fondo sabía que nada malo podía ocurrir. Sabía que el martes a las cuatro de la tarde tendría a Jekaterina entre sus brazos y nada ni nadie podía evitarlo.

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martes, 16 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (II)

Arseniy no contaba con un detalle cuando por la mañana se dirigió al centro de información. Mientras pensaba en las palabras que incluiría en el telegrama hizo cola en un gigantesco vestíbulo blanco. El mármol parecía una extensión de la nieve, y el frío se colaba por un boquete de la pared. Cuando llegó su turno un soldado con aspecto de oficinista le mandó al piso de arriba, donde otra cola le hizo preguntarse si tendría tiempo de enviar el telegrama antes de que sus compañeros terminaran el desayuno. Perderse el café no era una buena opción.

Sacó una vez más la manoseada notificación del bolsillo de su abrigo. Se sabía las palabras de memoria, pero le aterraba cometer algún error.

—Hola muchacho

El hombre que le precedía en la cola le sacó de sus pensamientos. A Arseniy no le apetecía hablar, pero cinco minutos después ya sabía que ese hombre se apellidaba Zukov. Llevaba más de dos años en el frente. Había nacido, crecido y luchado en Stalingrado y se disponía a disfrutar de su cuarto permiso. No era de los que necesita mucho para mantener una conversación y Arseniy terminó por dejarse llevar.

—¿Y va usted a viajar a Stalingrado?

—Chico, ¿tú no eres muy listo no? Aunque me quedara alguien allí, tres días no serían suficientes.

—¿Por qué no? Son setenta y dos horas. Yo voy a Moscú. Mi novia está allí. Tendremos casi medio día para estar juntos.

—¿Setenta y dos horas? Veo que el frío no te ha espabilado y los muertos no han podido con tu romanticismo. - Zukov le dio unas palmaditas en el hombro.- Chico, ¿se te ha ocurrido pensar en los horarios de los trenes? ¿O crees que te van a poner uno a ti solito para ir a tomar café con pastas con tu novia?

El horario de los trenes. ¿Cómo no lo había pensado? Después de pasar la noche en vela haciendo cálculos y planes, no se le había ocurrido pensar en ese detalle que ahora podía arruinar todos sus planes.

Arseniy salió cabizbajo de la gran sala en la que tres hombres grises ayudaban a los soldados a organizar sus desplazamientos. La información había sido clara y concisa. La ruta Varsovia-Moscú estaba cubierta por un tren diario. Contando las paradas y algún posible retraso el trayecto solía rondar el día y medio. Treinta y cuatro horas, sobre el papel. El tren partía de Varsovia todos los días a las seis de la mañana. Llegaba a Moscú a las cuatro de la tarde del día siguiente y era esa misma máquina la que, una hora más tarde, emprendía el trayecto de vuelta hacia Polonia. Arseniy habría querido preguntar, discutir. Habría querido gritar y zarandear a ese tipo. Pero sabía que nada cambiaría.

¿Qué iba a decirle a Jekaterina? ¿Cómo iba a explicarle que después de seis meses sin verse, después de ciento ochenta días durante los que la imaginaba preguntándose por su vida, apenas tendrían una hora para estar juntos? No podía hacer eso. No había palabras para describir la rabia que sentía, la impotencia. Y no quería que ella se sintiera igual, así que tomó una decisión de la que se fue convenciendo camino a la sala de telégrafos.

El resto del día fue tranquilo. Después de reincorporarse a su destacamento, se dedicó a lo mismo que llevaba haciendo dos días: recorrer interminables calles blancas y examinar edificios medio derruidos en busca de nazis rezagados o escondidos. Y mientras entraba y salía de esas ruinas rellenas de cadáveres helados, no dejaba de preguntarse la mejor manera de aprovechar los sesenta minutos que tendría con Jekaterina. Era imposible imaginar qué hacer en tan poco tiempo. Por suerte o por desgracia tendía por delante treinta y cuatro horas de viaje para pensar en ello.

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lunes, 15 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (I)


Cuando Arseniy recibió aquella cuartilla mecanografiada con el sello del alto mando la nieve cubría las calles de Varsovia hasta muy por encima de los tobillos.

A Arseniy no le gustaba el vodka. Eso no significaba que no lo bebiera. Simplemente prefería no unirse a los grupos de camaradas que pasaban las horas muertas consumiéndolo compulsivamente. Como casi todas las noches estaba solo, sentado junto a un pequeño fuego a unos metros de sus compañeros. Cuando empezó a oír los gritos y las risas de algunos de ellos, se acercó y vio al oficial Krupko de pie junto a ellos.

Sozinov – Fue todo lo que dijo mientras extendía hacia él su mano derecha entregándole el papel –. Enhorabuena.

Consultó la fecha en el encabezamiento de la carta. Si ese día era veinte significaba que el diecisiete de enero de mil novecientos cuarenta y cinco, apenas setenta y dos horas antes, pasaría a la Historia como el día en que él, rodeado de cientos de camaradas, había liberado Varsovia de la plaga nazi que ahora se replegaba hacia la frontera Oeste de Polonia. Formar parte de la Historia era una de las razones que habían impulsado a un estudiante de literatura de veinte años a seguir ciegamente las órdenes de sus superiores y vivir en un ciclo continuo que incluía tan sólo cuatro acciones: avanzar, matar, comer y dormir. A las pocas semanas, esa vocación había sido sustituida por el simple impulso de la supervivencia.

Mientras veía alejarse al oficial algunos de los muchachos le dieron palmadas en la espalda brindando con sus vasos de latón. Al parecer no era el único que había recibido esa notificación. Volkov y Permin también las tenían en la mano mientras se dejaban llevar por la alegría general. No tuvo que pasar del encabezamiento para entender que tenía entre manos la notificación de su primer permiso desde que partiera de Moscú. Sin querer celebrarlo con esos compañeros a los que podía confiar su vida pero no sus pensamientos volvió junto a la pequeña hoguera.

Leyó una y otra vez el papel:

Estimado camarada Sozinov, como recompensa a su inconmensurable entrega hacia nuestra patria durante los últimos seis meses, nos enorgullece comunicarle que el próximo veintidós de enero de 1945 dispondrá usted de tres días de permiso, teniendo que reincorporarse al frente el día veinticinco de enero de 1945.

Las primeras dos veces Arseniy no pudo evitar una sonrisa de orgullo. Incluso de felicidad. Fue sólo al leer el comunicado por tercera vez, cuando reparó en lo que esa carta significaba. Llevaba semanas esperándola, pero… ¿tres días? ¿Después de seis meses matando del amanecer al anochecer, aquéllos que conseguían sobrevivir recibían tres días libres? Además, se encontraba a más de mil kilómetros de casa. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con setenta y dos horas de libertad?

Pensó que tal vez habría algún error. Al fin y al cabo las dos fechas estaban escritas a mano, al contrario que el resto de la nota mecanografiada y al igual que su apellido. Puede que todo fuera una absurda equivocación, así que volvió a levantarse y se acercó a sus camaradas. Algunos dormían ya sobre sus mantas, medio destapados a pesar de las temperaturas bajo cero.

Media hora más tarde Arseniy paseaba sobre la nieve, entre los escombros y los cadáveres. Necesitaba pensar y no podía hacerlo rodeado de ronquidos, risas y gemidos. Los borrachos y los heridos no eran la mejor compañía para la reflexión. Y tenía mucho en lo que pensar.

Al contrario de lo que esperaba sus compañeros le habían confirmado que la notificación era correcta. ¿Qué esperaba? ¿Un mes de vacaciones como cuando era estudiante? Podía sentirse afortunado de poder alejarse del frente durante unos pocos días. Por lo menos sabía que en esos días no le matarían. Sólo tenía que retroceder unos cuantos kilómetros hacía la frontera con Rusia y quedarse en algún pueblo pequeño, donde por unas pocas monedas podría comer bien y dormir caliente y acompañado. ¿Volver a Moscú? ¿En qué estaba pensado? Estaban demasiado lejos. A mil doscientos sesenta y seis kilómetros, como se permitió apuntar Talesnik en uno de sus habituales ataques de inútil erudición. El tren tardaría por lo menos unas treinta horas. Eso sin contar con los retrasos que pudiera sufrir intentando cruzar el este de Europa en mitad de la guerra.

Arseniy no podía dejar de repetir esas cifras en su cabeza. Tres días. Setenta y dos horas. Treinta horas. Sesenta horas. Apenas tendría doce para estar en Moscú, para ver a Jekaterina. Para abrazarla, para besarla… para hablar con ella y mirarle a los ojos. Era poco, pero al menos podría pasar una tarde con ella, o una mañana. Quién sabe, tal vez una noche.

Por la mañana organizaría todo lo relacionado con el viaje y después acudiría al puesto del telégrafo para enviarle el mensaje.

No tenía ni idea de dónde se encontraba cuando volvió a la realidad. Todo estaba oscuro. Hasta la nieve parecía negra. Tardó un buen rato en encontrar a una pareja de soldados de guardia que le indicaron cómo volver a la zona en la que su regimiento apuraba las últimas horas de sueño antes de otro mal día.

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