lunes, 15 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (I)


Cuando Arseniy recibió aquella cuartilla mecanografiada con el sello del alto mando la nieve cubría las calles de Varsovia hasta muy por encima de los tobillos.

A Arseniy no le gustaba el vodka. Eso no significaba que no lo bebiera. Simplemente prefería no unirse a los grupos de camaradas que pasaban las horas muertas consumiéndolo compulsivamente. Como casi todas las noches estaba solo, sentado junto a un pequeño fuego a unos metros de sus compañeros. Cuando empezó a oír los gritos y las risas de algunos de ellos, se acercó y vio al oficial Krupko de pie junto a ellos.

Sozinov – Fue todo lo que dijo mientras extendía hacia él su mano derecha entregándole el papel –. Enhorabuena.

Consultó la fecha en el encabezamiento de la carta. Si ese día era veinte significaba que el diecisiete de enero de mil novecientos cuarenta y cinco, apenas setenta y dos horas antes, pasaría a la Historia como el día en que él, rodeado de cientos de camaradas, había liberado Varsovia de la plaga nazi que ahora se replegaba hacia la frontera Oeste de Polonia. Formar parte de la Historia era una de las razones que habían impulsado a un estudiante de literatura de veinte años a seguir ciegamente las órdenes de sus superiores y vivir en un ciclo continuo que incluía tan sólo cuatro acciones: avanzar, matar, comer y dormir. A las pocas semanas, esa vocación había sido sustituida por el simple impulso de la supervivencia.

Mientras veía alejarse al oficial algunos de los muchachos le dieron palmadas en la espalda brindando con sus vasos de latón. Al parecer no era el único que había recibido esa notificación. Volkov y Permin también las tenían en la mano mientras se dejaban llevar por la alegría general. No tuvo que pasar del encabezamiento para entender que tenía entre manos la notificación de su primer permiso desde que partiera de Moscú. Sin querer celebrarlo con esos compañeros a los que podía confiar su vida pero no sus pensamientos volvió junto a la pequeña hoguera.

Leyó una y otra vez el papel:

Estimado camarada Sozinov, como recompensa a su inconmensurable entrega hacia nuestra patria durante los últimos seis meses, nos enorgullece comunicarle que el próximo veintidós de enero de 1945 dispondrá usted de tres días de permiso, teniendo que reincorporarse al frente el día veinticinco de enero de 1945.

Las primeras dos veces Arseniy no pudo evitar una sonrisa de orgullo. Incluso de felicidad. Fue sólo al leer el comunicado por tercera vez, cuando reparó en lo que esa carta significaba. Llevaba semanas esperándola, pero… ¿tres días? ¿Después de seis meses matando del amanecer al anochecer, aquéllos que conseguían sobrevivir recibían tres días libres? Además, se encontraba a más de mil kilómetros de casa. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con setenta y dos horas de libertad?

Pensó que tal vez habría algún error. Al fin y al cabo las dos fechas estaban escritas a mano, al contrario que el resto de la nota mecanografiada y al igual que su apellido. Puede que todo fuera una absurda equivocación, así que volvió a levantarse y se acercó a sus camaradas. Algunos dormían ya sobre sus mantas, medio destapados a pesar de las temperaturas bajo cero.

Media hora más tarde Arseniy paseaba sobre la nieve, entre los escombros y los cadáveres. Necesitaba pensar y no podía hacerlo rodeado de ronquidos, risas y gemidos. Los borrachos y los heridos no eran la mejor compañía para la reflexión. Y tenía mucho en lo que pensar.

Al contrario de lo que esperaba sus compañeros le habían confirmado que la notificación era correcta. ¿Qué esperaba? ¿Un mes de vacaciones como cuando era estudiante? Podía sentirse afortunado de poder alejarse del frente durante unos pocos días. Por lo menos sabía que en esos días no le matarían. Sólo tenía que retroceder unos cuantos kilómetros hacía la frontera con Rusia y quedarse en algún pueblo pequeño, donde por unas pocas monedas podría comer bien y dormir caliente y acompañado. ¿Volver a Moscú? ¿En qué estaba pensado? Estaban demasiado lejos. A mil doscientos sesenta y seis kilómetros, como se permitió apuntar Talesnik en uno de sus habituales ataques de inútil erudición. El tren tardaría por lo menos unas treinta horas. Eso sin contar con los retrasos que pudiera sufrir intentando cruzar el este de Europa en mitad de la guerra.

Arseniy no podía dejar de repetir esas cifras en su cabeza. Tres días. Setenta y dos horas. Treinta horas. Sesenta horas. Apenas tendría doce para estar en Moscú, para ver a Jekaterina. Para abrazarla, para besarla… para hablar con ella y mirarle a los ojos. Era poco, pero al menos podría pasar una tarde con ella, o una mañana. Quién sabe, tal vez una noche.

Por la mañana organizaría todo lo relacionado con el viaje y después acudiría al puesto del telégrafo para enviarle el mensaje.

No tenía ni idea de dónde se encontraba cuando volvió a la realidad. Todo estaba oscuro. Hasta la nieve parecía negra. Tardó un buen rato en encontrar a una pareja de soldados de guardia que le indicaron cómo volver a la zona en la que su regimiento apuraba las últimas horas de sueño antes de otro mal día.

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