jueves, 25 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (V)

El tren se detuvo en la estación de Viazma. Era la última parada del viaje antes de llegar a Moscú. Esta vez Arseniy no se movió. Prefirió quedarse en su compartimento, con las piernas recogidas y la frente apoyada en el cristal helado.

Mujeres y niños recibían con risas y abrazos a los hombres que bajaban de los cinco vagones. Era injusto. No reconocía ninguna de sus caras. Al contrario que él estaban bien afeitados y no tenían ojeras. ¿Por qué ellos tenía derecho a ver a sus familias, a sus mujeres, después de tan sólo unos cientos de kilómetros de viaje? ¿Por qué podían tomarlas del brazo y caminar con calma hacia la salida de la estación? Ellos pasarían esa noche juntos en una cama. Él estaría en ese mismo vagón. Volviendo a Polonia.

Pensó en Jekaterina. En su pelo rubio y largo. En sus ojos grandes, redondos y brillantes. Pensó en cómo sonreiría al verle bajar al andén y correría hacia él, incapaz de comportarse como una señorita. No era justo, pero para ella tampoco lo era. No podía dejarse llevar por la frustración, por la tristeza y la rabia y estropear la única hora que tendrían para resarcir seis meses. En esos sesenta minutos tendría que condensar todo lo que le gustaría haber hecho con ella durante medio año. Ya no podrían recuperar ese tiempo robado. No podrían compensar las veces que dejaron de ir a una cafetería o acudir al teatro. De pasear por el parque o besarse por la noche en un portal. ¿Cómo imaginar cuántos libros había dejado de leer y recomendarle en ese tiempo? ¿Qué anécdotas resultarían ahora extrañas en lugar de comunes? ¿Cuántas conversaciones que hubieran tenido no tendrían ya jamás? Una hora no podía ser suficiente para recuperar todo lo perdido, pero tendría que serlo para demostrar que toda esa pérdida, que toda esa espera y ese vacío habían valido la pena. Tal vez tardaran otros seis meses en verse. Tal vez no volvieran a verse nunca. Pero Arseniy tenía una cosa clara. Cuando él se despidiera para volver a subir al tren, Jekaterina debía sentir que tenía sentido esperar ciento ochenta días más. Aunque fuera para una hora. Aunque fuera para nada. En sesenta minutos Arseniy tenía que demostrarle que era la mujer más querida del mundo, y que nada, nadie, ni la guerra ni la muerte cambiarían eso.

Arseniy lloraba cuando el tren abandonó lentamente el andén

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