martes, 16 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (II)

Arseniy no contaba con un detalle cuando por la mañana se dirigió al centro de información. Mientras pensaba en las palabras que incluiría en el telegrama hizo cola en un gigantesco vestíbulo blanco. El mármol parecía una extensión de la nieve, y el frío se colaba por un boquete de la pared. Cuando llegó su turno un soldado con aspecto de oficinista le mandó al piso de arriba, donde otra cola le hizo preguntarse si tendría tiempo de enviar el telegrama antes de que sus compañeros terminaran el desayuno. Perderse el café no era una buena opción.

Sacó una vez más la manoseada notificación del bolsillo de su abrigo. Se sabía las palabras de memoria, pero le aterraba cometer algún error.

—Hola muchacho

El hombre que le precedía en la cola le sacó de sus pensamientos. A Arseniy no le apetecía hablar, pero cinco minutos después ya sabía que ese hombre se apellidaba Zukov. Llevaba más de dos años en el frente. Había nacido, crecido y luchado en Stalingrado y se disponía a disfrutar de su cuarto permiso. No era de los que necesita mucho para mantener una conversación y Arseniy terminó por dejarse llevar.

—¿Y va usted a viajar a Stalingrado?

—Chico, ¿tú no eres muy listo no? Aunque me quedara alguien allí, tres días no serían suficientes.

—¿Por qué no? Son setenta y dos horas. Yo voy a Moscú. Mi novia está allí. Tendremos casi medio día para estar juntos.

—¿Setenta y dos horas? Veo que el frío no te ha espabilado y los muertos no han podido con tu romanticismo. - Zukov le dio unas palmaditas en el hombro.- Chico, ¿se te ha ocurrido pensar en los horarios de los trenes? ¿O crees que te van a poner uno a ti solito para ir a tomar café con pastas con tu novia?

El horario de los trenes. ¿Cómo no lo había pensado? Después de pasar la noche en vela haciendo cálculos y planes, no se le había ocurrido pensar en ese detalle que ahora podía arruinar todos sus planes.

Arseniy salió cabizbajo de la gran sala en la que tres hombres grises ayudaban a los soldados a organizar sus desplazamientos. La información había sido clara y concisa. La ruta Varsovia-Moscú estaba cubierta por un tren diario. Contando las paradas y algún posible retraso el trayecto solía rondar el día y medio. Treinta y cuatro horas, sobre el papel. El tren partía de Varsovia todos los días a las seis de la mañana. Llegaba a Moscú a las cuatro de la tarde del día siguiente y era esa misma máquina la que, una hora más tarde, emprendía el trayecto de vuelta hacia Polonia. Arseniy habría querido preguntar, discutir. Habría querido gritar y zarandear a ese tipo. Pero sabía que nada cambiaría.

¿Qué iba a decirle a Jekaterina? ¿Cómo iba a explicarle que después de seis meses sin verse, después de ciento ochenta días durante los que la imaginaba preguntándose por su vida, apenas tendrían una hora para estar juntos? No podía hacer eso. No había palabras para describir la rabia que sentía, la impotencia. Y no quería que ella se sintiera igual, así que tomó una decisión de la que se fue convenciendo camino a la sala de telégrafos.

El resto del día fue tranquilo. Después de reincorporarse a su destacamento, se dedicó a lo mismo que llevaba haciendo dos días: recorrer interminables calles blancas y examinar edificios medio derruidos en busca de nazis rezagados o escondidos. Y mientras entraba y salía de esas ruinas rellenas de cadáveres helados, no dejaba de preguntarse la mejor manera de aprovechar los sesenta minutos que tendría con Jekaterina. Era imposible imaginar qué hacer en tan poco tiempo. Por suerte o por desgracia tendía por delante treinta y cuatro horas de viaje para pensar en ello.

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