miércoles, 24 de marzo de 2010

Varsovia - Moscú (IV)

Tal vez en otras circunstancias un viaje en tren de treinta horas habría agotado a Arseniy. Pero ese mes de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco el joven soldado ni siquiera pensaba en ello. Ese viaje en realidad no existía como tal, no era más que un trámite a dónde él estaba en realidad desde que recibiera la notificación dos días atrás. Dos días. Ese era el tiempo que había transcurrido desde entonces, pero a Arseniy le parecían años. Sus camaradas. El ruido de las bombas y los disparos. Las noches al raso detrás de un muro sin poder siquiera encender un fuego. Todo eso le parecía a Arseniy parte de otra vida que iba dejando atrás mientras veía pasar por la ventanilla cientos de kilómetros de bosques nevados interrumpidos muy de vez en cuando por pequeños pueblos y ciudades destruidas. Minsk, Orsha, Smolensk…

Arseniy veía subir y bajar gente del tren en cada estación. Se preguntaba si en otros compartimentos quedaría algún otro de los soldados que empezaron viaje Varsovia. Seguramente no. Ni siquiera el revisor que le preguntaba nombre y apellido en cada parada seguía siendo el mismo. Habían pasado veintiséis horas. Si sus cálculos eran correctos debían de estar a punto de alcanzar los mil kilómetros recorridos. Eso significaba que Moscú y Jekaterina se encontraban a tan sólo trescientos kilómetros.

Trescientos kilómetros. No pudo evitar pensar en lo que hubieran sido esos tres días de permiso de haber estado luchando a trescientos kilómetros de casa. Podría haber pasado dos días con Jekaterina. Cuarenta y ocho horas. Eso era casi una vida. Hubieran tenido tiempo incluso para dejar de mirarse, porque sabrían que después de cada hora llegaría otra en la que estarían juntos. Podrían pensar en lo que estuvieran haciendo, en lugar de en lo que no podrían hacer. Sí, podrían disfrutar de su encuentro, en lugar de vivir su separación.

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