jueves, 3 de septiembre de 2009

A Roberto Orlino le gustaba mirar (III)

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El edificio en cuestión estaba a unos doscientos metros de la cafetería. Era viejo y suplicaba una reforma. Desde luego la primera impresión no invitaba al entusiasmo, pero la seguridad de Ubeç resultaba muy convincente. El interior del edificio hacía buena la fachada. Las bombillas apenas iluminaban un portal exageradamente amplio, que combinaba el mármol y la madera vieja con una pretenciosidad sorprendente. Las escaleras, única manera de alcanzar los pisos superiores, ya que por supuesto no existía ascensor, eran angostas y empinadas, con unos escalones difícilmente escalables por los presumiblemente ancianos residentes. Y lo que a Roberto realmente le llamó la atención fue que el mármol del portal diera paso a un papel rayado que cubría las paredes a modo de hotel, o más bien pensión, de película americana. No obstante, por alguna extraña razón, cuanto más decadente se presentaba el escenario, más motivado se encontraba Roberto. Ubeç había dejado de hablar en el mismo instante de atravesar la puerta forjada de la calle y tan solo le observaba, con una perenne y discreta sonrisa en los labios. Parecía dejar los acontecimientos en manos del morboso encanto del edificio.

Al llegar al tramo de escaleras que unían el cuarto y el quinto (y último) piso del edificio, Ubeç le tomó del brazo y comenzó a hablarle con voz muy baja. Roberto le escuchó ensimismado. Se volvía loco por alcanzar la puerta del que ya consideraba su nuevo apartamento, pero la mirada del señor Leb le hizo detenerse sin pensarlo un momento. La frase fue casi ofensiva: “Quiero estar seguro de que le alquilo este apartamento a alguien que se lo merezca”. Y la pregunta más: “Señor Orlino, ¿está usted seguro de que quiere ser mi nuevo inquilino y de que va a aprovechar las posibilidades que este apartamento le brinde?” Roberto no dudó un instante. Empezaba a sentirse como un niño suplicando a sus padres por un juguete nuevo, y por eso mismo, cuando Ubeç le puso una condición a cambio de la llave no pensó en negarse ni por un momento. Sólo la impaciencia podía hacer que no se plateara preguntas sobre lo extravagante de la petición. De modo que únicamente cuando el sombrero y la bufanda del Señor Leb le cubrían la cara casi por completo éste accedió a darle la llave. Era una llave grande, antigua, con espirales talladas en el mango. Se parecía a las que abrían y cerraban las puertas del armario de la casa de su abuela, donde se escondía de niño para espiar a cualquier miembro de la familia que entrara en el dormitorio.

Estaba preparado, él lo sabía y Ubeç así se lo reconoció. Y fue entonces cuando, antes de permitirle subir los últimos escalones, le explicó en detalle lo que hasta ese momento solo eran suposiciones. El apartamento tiene tan sólo 20 metros cuadrados. Ni siquiera era una vivienda en sí. Tan solo era el cuarto del servicio con aseo que formaba parte de la vivienda de trescientos veinte metros cuadrados que antiguamente ocupaba toda la última planta del edificio. Una muerte y las habituales peleas por la herencia hicieron que el piso se dividiera en tres viviendas más pequeñas, mucho más fáciles de vender en estos tiempos. La disputa familiar fue tan encarnizada y absurda que ni siquiera hubo forma de repartir equitativamente la totalidad del hogar materno, así que al final cada hijo se quedó con un piso de cien metros cuadrados, sobrando esa pequeña habitación que, curiosamente, por su situación se convirtió en el punto que unía los tres apartamentos. Como si se tratara de una de las celdas de un panal su planta era pentagonal. Una pared daba a la calle, otra al nuevo descansillo y las otras tres eran compartidas con cada una de las viviendas ajenas. El señor Leb, por aquél entonces metido al parecer en el mundo del derecho, acabó quedándose con lo que él consideró un atractivo apartamento como parte de sus emolumentos. La duración del contencioso legal, unido al poco interés por el trabajo de los tres herederos entre los que mediaba como director de un pequeño bufete, hizo que ni siquiera pudieran pagarle lo que le debían. Finalmente, poco a poco, Ubeç fue ampliando sus redes hasta hacerse con toda la planta. Fue entonces, le explicó a Roberto, cuando decidió probar suerte en el mundo de los negocios. No le costó encontrar a quien pagara una buena cantidad de millones por cada una de los tres apartamentos. Y aquellos veinte metros se convirtieron en su primer apartamento de alquiler exclusivo, como a él le gustaba denominarlos.

Roberto estaba embelesado por la historia, y solo sus ganas por escuchar más hicieron que no profundizara en una línea de pensamiento que pasó fugazmente por su cabeza. ¿Cuándo sucedería todo aquello? Todo lo que veía a su alrededor parecía no haber recibido ningún cuidado ni reforma en décadas.

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