miércoles, 5 de marzo de 2008

"De porqué odio el hielo y los niños ingleses" (1999)

Allí estaba yo. En mi vida se me había pasado por la cabeza ponerme unos patines. De hecho, de pequeñito, cuando veía los anuncios de esos pedazos de plástico de colorines con cuatro ruedas en la base y las palabras Fisher Price en un lateral, pensaba en cómo podría haber niños tan tontos como para ponerse eso y jugarse su breve vida o, mejor dicho, padres tan cabrones como para jugar con las de sus hijos.

Bueno, el caso es que a los dieciséis años lo más inestable que me había calzado eran unos zapatos con tacón de aguja, aunque esa es otra historia. Pero, al parecer, un viaje a Inglaterra con una agencia de idiomas me pareció un buen momento para arriesgarme (tal vez fueran las secuelas del desfase horario) y lanzarme a una aparentemente inofensiva pista de hielo montado sobre unas botas con cuchillos.

Tardé aproximadamente unos tres segundos y dos pasos en deducir que mi vida correría peligro en el mismo instante en que dejara de mantener contacto con la barandilla que rodeaba la pista. Es por ello que durante una hora me lo pasé en grande arrastrando mis piernas absolutamente inmóviles agarrándome a la barra metálica, a la que, sinceramente, acabé por coger cariño. Además incluso me da la impresión de que me gané a la gente que pasaba junto a mí, que seguramente pensarían que cómo se esforzaba ese chico paralítico para patinar.

No obstante, para mi desgracia, aquella experiencia a punto de ser satisfactoria, aunque no demasiado dignamente superada, estaba abocada a convertirse en otro episodio lamentable de los que jalonan mi adolescencia. Y una vez más, cómo no, fue una mujer la culpable de la catástrofe (y que conste que no soy misógino, son datos objetivos).

Resulta que en una de las múltiples vueltas que daba a la pista, Marina la de los rizos rubios y los ojos verdes, a la que siempre miraba y nunca veía mirarme, esa que todavía no me había dirigido la palabra, decidió que era el mejor momento para comenzar una relación de amistad. (Mira que son raras, ¿eh?). Hay gente para todo y la vida tiene un sentido del humor muy particular. Dos semanas esforzándome por resultar lo más misterioso y compuesto del mundo y justo tiene que reparar en mi existencia cuando parezco un lisiado levantándose del water.

Bueno, el caso es que yo estaba a lo mío cuando de repente aparece delante de mí y con su preciosa voz me lanza una invitación que yo consideré cargada de buena fe, algo que a día de hoy todavía está por demostrar.

- Venga, suéltate.

La cara de tonto que se me tuvo que quedar no debió de parecerle tal, sino que la confundió con cara de duda. Insistió:

- Vamos, tú tranquilo. Tú dame la mano que yo te llevo.

Hostia, q le de la mano, si va a resultar que esto de patinar tiene su miga. Ella, ante mi empanamiento, me cogió de la mano y arrancó. Pues eso, que para cuando me di cuenta estaba patinando en el sentido estricto de la expresión. Bueno, o algo así, porque seguía sin levantar los pies del suelo. Vamos, que cualquiera me tomaría por uno más de esos suicidas que llenaban la pista, siempre que no supiera que en ese momento estaba muerto de miedo y no hacía más que dejarme llevar por la experta Marina.

Dos vueltas más tarde comencé a perder el pánico y a analizar la situación. Lo de no caerme estaba resultando de lo más reconfortante, tanto para mi orgullo como para mi sistema nervioso, y el asunto de ir cogido de la mano de esa muchacha tampoco estaba nada mal. Pero como constante inquebrantable en mi vida se respetó la ley que dice: “La proporción del ridículo o fracaso en la relación con una mujer, será siempre directamente proporcional a la belleza de ésta”. Y por desgracia, Marina era muy guapa.

Sucede que a mi querida e ¿inocente? compañera le dio por ir un poco más allá (en cuanto al asunto del patinaje, me refiero) y de pronto, sin avisar ni leches, va y me suelta.

- Venga, sígueme, que lo haces muy bien.

Sí, de puta madre. El caso es que por un momento me lo creí. Ella se adelantó un poco y yo mantuve el ritmo. “No está mal”, pensé confiado. Prácticamente había recorrido todo lo largo de la pista cuando un mocoso bebedor de té se me cruzó de golpe y ¿para qué coño sirven los piquitos que hay en la parte posterior de las cuchillas? Para frenar, pensé yo. Pues coño, resulta que no. Al parecer hay que frenar poniendo los patines de lado y la sierrecita esa es para ponerse de puntillas. ¿Y quién cojones se pone de puntillas sobre un montón de hielo? Hay que joderse. En fin, el caso es que a mi lo de clavar las puntas de las cuchillas me pareció una buena y lógica forma de parar. Por desgracia siempre he sido de letras y no estoy demasiado familiarizado con algunos principios fundamentales de la física, como la inercia. Así que salí proyectado hacia delante con tal fuerza que no tuve tiempo ni de mover los brazos, de forma que aterricé con la cabeza. Es curioso cómo con lo blanda que es el agua lo duro que está el hielo. La naturaleza está repleta de misterios fascinantes.

Aturdido y con la cabeza embotada, además de con los pantalones empapados (por el hielo, no saquemos deducciones extrañas), acerté a ponerme a cuatro patas.

- Inútil, ¿ya te has caído?

Fueron las palabras de ánimo que me hicieron levantar la mirada para ver, un tanto borrosa, la cara de Marina, cuya sonrisa, que ya no me parecía adorable sino mezquina, se convirtió en una curiosa mueca que me resultó divertida.

- Mierda, enseguida vuelvo, no te muevas.

Y salió patinando a toda leche. No te muevas. ¿No te jode? Si te parece me quedo aquí en medio de la pista a cuatro patas. ¿Y a dónde narices vas? Reconozco que en aquél momento estaba un tanto irascible.

Bajé la cabeza y una gran gota de sangre cayó sobre el hielo. Si ya de por sí era grande, al entrar en contacto con el hielo se expandió y formó una mancha rosada de unos tres centímetros de diámetro (así a ojo). A ésta le siguieron otras tres o cuatro gotas, y el charquito rosa cada vez más grande. Un tanto desconcertado levanté la mirada hacia el techo con la intención de descubrir de dónde procedía aquél líquido rojo. Debía de encontrarme bastante noqueado, porque tardé unos cuantos segundos en plantearme la posibilidad de que la sangre manara de mi cabeza y no de algún punto indeterminado sobre ella. Una vez aclarado este punto comencé a tantear mi dolorida cara en busca de la gotera. ¿La nariz? No. ¿La boca? Tampoco ¿La frente? La yema del dedo corazón en toda su magnitud, que es más de la que parece, entró en una grieta húmeda, caliente y pegajosa a la altura de mi ceja derecha. Aparté la mano y comprobé que tenía el dedo lleno de sangre.

De acuerdo, la herida estaba localizada. No estaba mal teniendo en cuenta que no sentía nada de nariz para arriba, tan sólo una especie de cosquilleo. Ajeno a las personas que patinaba a mi alrededor y que, sorprendentemente, también se mantenía ajenas a mi tragedia, comencé a andar hacia la barandilla. Andar a cuatro patas, por supuesto, y dejando un curioso camino de gotitas rojas. En fin, que cuando llegué a la barra y conseguí erguirme miré con el ojo izquierdo, el único que respondía a la orden cerebral de abrirse, hacia el lugar del accidente. En el suelo había quedado un charco de sangre de tamaño nada despreciable. Me sorprendió el hecho de que se pudiera sangrar tanto en tan poco tiempo, pero mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando una alegre y rolliza ciudadana británica pasó por encima del charco y ya que, como todo el mundo sabe, (a mi eso me dijeron después) lo que realmente resbala no es el hielo sino la fina película de agua que hay sobre éste, se pegó una leche del copón.

A mi eso me hizo gracia hasta que aparecieron dos tíos de metro noventa y chalecos amarillos fosforito que, conducidos por Marina, se dirigieron al punto del siniestro y recogieron a la mujer, sorprendida por la eficiencia del personal. Un tanto molesto por el robo de protagonismo agité el brazo vehementemente. No obstante, tuvo que ser Marina la que les hiciera reparar en mi lamentable presencia. Se dirigieron hacia mi, cada uno me tomó por un hombro y comenzaron a llevarme en volandas, por mucho que yo me empeñara en mover las piernas adelante y atrás como si fuera un digno patinador profesional. Gracias a Dios, lo grotesco de mi cara, camiseta y manos ensangrentadas, hizo que nadie reparara en ese detalle con el que se cerraba aquel lamentable episodio de mi estancia en tierras, y hielos, ingleses.

Otras anécdotas inmediatamente posteriores podrían llevar títulos como “De por qué odio saber idiomas”, en la que profundizaría sobre lo violento de ir en una ambulancia con un enfermero inglés que cree que no le entiendes cuando habla por el walkie-talkie con el hospital sobre la gravedad de tu herida, o “De por qué odio los souvenires originales”, donde relataría lo increíble que puede llegar a ser que una enfermera te pregunte si quieres llevarte los puntos de sutura en una bolsita como recuerdo.

5 comentarios:

Inmaken dijo...

Me encanta!
que cantidad de recuerdos asociados a este relato.

(",)


besos de niño "feliz"

FotoCalma dijo...

Realmente podrías plantearte la posibilidad de enviar esta entrada a un concurso de relatos. Igual hasta podemos adaptarlo a la gran pantalla. ¿Qué te parece, "Josu: historia de una buena hostia"?

Anónimo dijo...

Jooo... me ha dicho Maken que habías puesto el relato en el blog, y me ha faltado tiempo para entrar y leerlo... es cierto, cuántos recuerdos, eh!

BESOTEs

Anónimo dijo...

JAJAJAJAJA

Josu, eres un crack, me he partido de risa!!! Imaginándomelo.... Tenías que enviarlo al Club de la Comedia!

Saludosss del primo más "primo"... jaja

Anónimo dijo...

JA JA JA JA¡¡¡
Si ya me reí un rato cuando lo leí por primera vez, ahora me he vuelto a partir de risa¡¡
Lo de mandarlo al Club de la comedia no es mala idea, eh?
Eso sí, el susto que nos diste cuando llamaste a casa....
Besotes.
Ana