miércoles, 2 de abril de 2008

"Murnau" (2002)

Madrid, 26 de abril de 2002
Sandra y Óscar, dos jóvenes estudiantes universitarios, se encuentran en el Museo Reina Sofía. Ambos están sentados en un pequeño banco, tomando algunas notas del cuadro que se encuentra frente a ellos y que observan con atención; Johannisstrasse Murnau .

Murnau, 26 de abril de 1908
El joven Fiedrich, de catorce años, ya había cortado la leña que su madre, Herta, necesitaba para preparar la cena. Eran las cinco y media de la tarde. Su padre y sus dos hermanos tardarían al menos una hora en volver de la fábrica. No tenía nada que hacer en casa, así que salió a la entrada, aunque afuera las perspectivas no eran mejores. No le gustaba jugar a la pelota como a los demás niños de su edad, quienes apenas le dirigían la palabra. Él sabía que le envidiaban por ser más inteligente que todos ellos. A Fiedrich le hubiera gustado que la escuela permaneciera abierta durante las tardes, así, por lo menos, podría ir a la pequeña biblioteca y salir de la insoportable rutina de su vida, gracias a la magia de los libros y la fuerza de su imaginación.

Recorrió con la mirada la plaza que tenía ante sí. Tierra, algunos hierbajos secos, las casas y tan solo una muestra de vida; Hanna, la anciana loca. En realidad a él nunca le había gustado llamarla así, era cosa de los demás chicos del pueblo o, más bien, de los padres de éstos, que no dudaban en cuchichear sobre ella cuando, creían, nadie podía oírles. Todos la creían loca porque día tras día, desde que Fiedrich podía recordar, se sentaba en el banco de la plaza por la tarde, siempre a la misma hora, y se quedaba allí quieta, con la mirada perdida en el horizonte durante un par de horas y sin apenas respirar. Un día, años atrás, el alcalde del pueblo decidió preguntarle a qué se debía este comportamiento:

- Hanna, tiene usted intrigado a todo el pueblo. ¿Qué es lo que hace todas las tardes sentada en el banco?

- Conocer gente.

Esas fueron sus únicas palabras y ya nadie volvió a preguntarle sobre el tema. No hacía falta saber más para llamarla loca.

Pero Fiedrich nunca lo pensó así, él estaba seguro de que la vieja Hanna realmente veía algo, así que muchas veces, cuando ella abandonaba el banco, era él quien ocupaba su lugar intentando verlo también. Pero nunca había funcionado. Por alguna razón, pensaba él. Por alguna extraña razón que todavía no había conseguido adivinar. De pronto se le ocurrió una posibilidad. La anciana llegaba siempre a la misma hora y, de igual forma, se levantaba también tras haber permanecido sentada el mismo tiempo. Tal vez solo se pudiera ver lo que quiera que fuese durante ese periodo. No era una idea brillante pero, ¿quién sabe?, tal vez fuera eso simplemente. Se acercó decidido hasta el banco y, con delicadeza, se sentó junto a Hanna, quien ni siquiera le miró. Tampoco lo hizo cuando el muchacho, decepcionado tras unos minutos de espera infructuosa, comenzó a levantarse y ella colocó la huesuda mano sobre su muslo incitándole a quedarse un poco más.

Casi media hora más tarde algo extraño empezó a ocurrir. Frente a ellos no había construcción alguna, de forma que se podían ver las extensas colinas verdes y el cielo azul. Pero parte de ese paisaje comenzó a desvanecerse y, como si de niebla se tratara, fue dejando ver otra imagen bien distinta tras de sí. En pocos minutos, Fiedrich estaba viendo a través de una especie de ventana en el paisaje a un par de jóvenes sentados en un banco y mirando hacia Hanna y él con gran interés.

Eran un muchacho y una muchacha que podrían tener la edad de su hermano Lotthar, unos veinte años aproximadamente. Vestían de forma extraña, muy extraña, así que supuso que serían extranjeros. El chico parecía algo mayor. Tenía el pelo largo y barba. Le recordó a las ilustraciones de Jesucristo que había visto en algunos libros de la escuela, solo que con anteojos. Pero pronto dejó de fijarse en él. La belleza de la joven absorbió toda su atención. Fiedrich no conocía a muchas mujeres jóvenes. Las pocas que habitaban en Murnau apenas salían de sus casas, en las que tenían mucho trabajo que hacer. No obstante, ninguna de las que había visto hasta entonces podía compararse a la que en ese momento se encontraba ante sí. Su dulce rostro y sus ojos redondos componían una imagen que, reforzada por el contraste entre la palidez de su piel y la oscuridad de su cabello, era más bella que cualquiera de las descripciones que había podido leer en las obras de Shakespeare o Dumas.

Durante muchos minutos estuvo observando atentamente a la muchacha, analizando su rostro centímetro a centímetro y grabándolo al detalle en su memoria. Pero un gesto del joven le distrajo. Éste levantó su mano derecha para atusarse la barba castaña y Fiedrich reparó en el anillo que brillaba en su dedo corazón.

- Están casados -pensó- Están casados.

Con los ojos húmedos se levantó violentamente y entró corriendo en la casa. Subió a toda prisa a su cuarto y se encaramó a la litera.

Unas horas más tarde, ya sereno, tomó la decisión de sentarse todas las tardes junto a la anciana para observar a través de aquella ventana y volver a ver a la joven. No obstante sus planes se vieron truncados. La mañana siguiente le despertaron las campanas de la Iglesia. Doblaban por la vieja Hanna, que había fallecido durante la noche. Fiedrich tardó varios días en decidirse a ocupar el banco, temeroso de que sin la anciana presente nada ocurriera. Cuando por fin se decidió prefirió no haberlo hecho, sus miedos se hicieron realidad. Fiedrich nunca volvió a ver la ventana sobre las colinas, nunca volvió a ver a la muchacha de los ojos redondos. Pero la imagen de un rectángulo a través del cual las personas podían ver a otras gentes, en otros países y con otras vidas nunca le abandonó.

Berlín, 26 de abril de 1922.
El joven director de cine Fiedrich Wilhelm Plumpe, más conocido en la capital como Fiedrich Murnau, nombre de su pueblo natal, presenta en el teatro nacional de Berlín, ante un auditorio de más de cien personas, su primera película, Nosferatu.

Madrid, 26 de abril de 2002
En el centro comercial FNAC, Óscar observa la sección de clásicos en DVD. A su lado, Sandra coge uno de ellos. Se trata de la nueva edición de la película Nosferatu. Veinte euros. Es bastante cara para no traer apenas ningún extra, pero siempre ha sentido debilidad por esa película que le despierta una sensación inexplicable aunque familiar. A los pocos minutos ambos se dirigen hacia la caja para pagar sus compras.


“Los lienzos pintados son agujeros de idealidad perforados
en la muda realidad de las paredes, boquetes de inverosimilitud
a que nos asomamos por la ventana benéfica del marco”

(Ortega y Gasset)



3 comentarios:

Inmaken dijo...

GRACIAS!

Me encanta. q de sensaciones :D

un achuchón tremendo

FotoCalma dijo...

Que reconfortante volver a leer estos relatos. Me transportan a nuestra época de nebrisexys chachis. De hecho creo que aún los conservo impresos en una carpeta. Veo más factible (y barato) que hagamos un libro con tus relatos e imágenes mías que rodar el corto... ¿Estoy diciendo algo muy disparatado?
Un abrazo, compañero

Inmaken dijo...

Jooo q buena idea MA!!!!

pero q bonito!!!!!, pero por fi no dejeis de hacer cortos ;,,(, eeeh?

besucos enormes para ambos